(...) Allí se detuvo como ante una barriera, habiéndole advertido sus exploradores que el enemigo estaba á la vista á cierta distancia. Habían comprendido los bárbaros que su única esperanza de salvación consistía en tomar la ofensiva; y de común acuerdo se situaron en la parte culminante de un grupo de altas montañas compuestas de muchos picos escarpados é inaccesibles, á excepción de las vertientes del Norte, donde el declive era suave y fácil. Los soldados clavaron las enseñas y gritaron á las armas: pero ante la orden del Emperador permanecieron inmóviles, esperando que, levantado el estandarte, les diese la señal. Esta prueba de disciplina era ya prenda de triunfo. Sin embargo, la impaciencia del soldado por una parte y los horribles gritos de los alemanes por otra, soportaban mal ó, mejor aún, no soportaban en manera alguna las dilaciones. Sebastián tuvo que ocupar apresuradamente la ladera septentrional de la montaña, con cuya maniobra se apoderaría de los fugitivos en el caso de que los alemanes quedasen derrotados. Graciano, demasiado joven todavía para las fatigas y peligros de una batalla, tenía su puesto natural en la retaguardia, cerca de las enseñas de los jovianos. Tomadas esta disposiciones, Valentiniano, como general experimentado, con la cabeza descubierta, pasó revista á las centurias y manípulos. En seguida, sin comunicar á los jefes su propósito, despidió la escolta, no conservando á su lado más que algunos hombres decididos y hábiles, marchando con ellos á reconocer la base de la montaña, porque confiaba (dudando poco de sí mismo) en encontrar algún sendero que hubiese escapado al examen de los exploradores. Extravióse en un terreno pantanoso y estuvo á punto de perecer en una 'emboscada que le esperaba á la vuelta de un peñasco; pero lanzando, como último recurso, su caballo por áspera y resbaladiza pendiente, consiguió ponerse al abrigo de sus legiones. Tan difícilmente escapó, que su cubiculario, que llevaba su casco adornado de oro y pedrería, desapareció con él, sin que jamás pudiera averiguarse su paradero. En cuanto descansó algo el ejército, desplegóse el estandarte dando la señal ordinaria, acompañada con el sonido de las trompetas. En el acto dos guerreros jóvenes y distinguidos, Salvio y Lupicino, escutario el uno y el otro del cuerpo de los gentiles, se adelantan con rápido paso á la marcha de los suyos, invitándoles con voz terrible á seguirles; llegando en seguida á las asperezas del monte, blandiendo las lanzas y esforzándose, á despecho del enemigo, para salvar el obstáculo. Llega el grueso del ejército, y con sobrehumanos esfuerzos consigue, siguiendo sus huellas entre matorrales y peñascos, ganar al fin las alturas. Entonces se cruzan los hierros y comienza la lucha entre la táctica y la ferocidad brutal. Aturdidos por el sonido de las trompetasy los relinchos de los caballos, los bárbaros se turban, viendo extenderse nuestro frente de batalla y encerrarlos entre sus dos alas. Serénanse, sin embargo, y continúan peleando á pie firme. Por un momento la matanza es igual y la victoria queda indecisa; pero el ardor romano vence al fin, apodérase el miedo del enemigo y la confusión que se introduce en sus filas le entrega sin defensa á los golpes. Quieren huir, pero extenuados por la fatiga, los nuestros les alcanzan á casi todos y no tienen más trabajo que el de matar. Quedan montones de cadáveres sobre el campo de batalla; y de los que escaparon con vida, unos van á dar con las tropas de Sebastián, que les esperaban, sin mostrarse, al pie de la montaña y fueron destrozados: los demás corrieron á la desbandada á refugiarse en el interior de los bosques. Nosotros experimentamos también en este combate pérdidas muy sensibles. Entre los muertos quedó Valeriano, jefe de los domésticos, así corno también el escutario Natuspardo, soldado cuyo valor solamente era comparable al de Sicinio y de Sergio. Después de esta victoria, pagada á buen precio, volvió el ejército á invernar en sus cantones los dos Emperadores á Tréveris.