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La ética normativa es la rama de la ética que estudia los posibles criterios para determinar cuándo una acción es correcta y cuándo no lo es.[1] Busca principios generales que justifiquen los sistemas normativos y argumenta por qué se deberían adoptar determinadas normas. Un ejemplo clásico de un criterio semejante es la regla de oro.[1]
Dentro de la ética normativa, existen tres posturas principales:[1] el consecuencialismo sostiene que las acciones se deben juzgar solo con base a si sus consecuencias son favorables o desfavorables.[1] Distintas versiones del consecuencialismo difieren sin embargo acerca de qué consecuencias son relevantes para determinar la moralidad o no de una acción.[1] Por ejemplo, el egoísmo moral considera que una acción será moralmente correcta solo cuando sus consecuencias sean favorables al que la realiza.[1] En cambio, el utilitarismo, sostiene que una acción será moralmente correcta solo cuando sus consecuencias sean favorables para una mayoría.[1] También existe debate sobre qué se debe contar como una consecuencia favorable.
La deontología sostiene que existen deberes que deben ser cumplidos, más allá de las consecuencias favorables o desfavorables que puedan traer, y que cumplir con esos deberes es actuar moralmente.[1] Por ejemplo, cuidar a nuestros hijos es un deber, y es moralmente incorrecto no hacerlo, aun cuando esto pueda resultar en grandes beneficios económicos. Distintas teorías deontológicas difieren en el método para determinar los deberes, y consecuentemente en la lista de deberes a cumplir.[1]
La ética de las virtudes se enfoca en la importancia de desarrollar buenos hábitos de conducta o virtudes, y de evitar los malos hábitos, es decir los vicios.[1]
Frecuentemente se entiende a la ética en el sentido de ética normativa, es decir, se confunde esta parte con el todo. Sin embargo, mientras que la ética descriptiva se ocupa de determinar qué se considera moralmente correcto en determinada sociedad, la ética normativa reflexiona sobre lo que es moralmente correcto y por qué.[2]
La ética descriptiva formula enunciados de tipo no-normativo ya que se limita a declarar lo que en determinada sociedad se considera correcto pero no se sostiene la validez de la consideración, en estricto sentido, la validez no es una consecuencia lógica de la aceptación generalizada de la norma.[3]
Un enunciado normativo está apoyado en una argumentación lógica que fundamenta por qué es correcta la aplicación de una norma, de manera que sostiene y afirma su validez. Este tipo de enunciados son los formulados por la ética normativa.[3]
Además de la ética descriptiva (que se ocupa de determinar qué se considera moralmente correcto en determinada sociedad), la ética normativa se relaciona con otras partes de la ética. La reflexión sobre las normas de la que se ocupa la ética normativa ha de continuarse en la metaética; ésta no formula enunciados normativos sino de tipo lingüístico o metodológico que reflexionan sobre el lenguaje normativo o sobre la forma y fundamentación de las teorías normativas. No obstante, carece de sentido pretender establecer un límite claro entre ética y metaética, pues ninguna disciplina puede renunciar a la investigación de sus fundamentos teóricos ni a la explicación del significado de sus expresiones fundamentales.[4] Tras los procesos de reflexión de la ética normativa y la metaética se proyectan normas concretas de aplicación más inmediata propias de la ética aplicada. Se incluyen en esta última los temas prácticos de mayor interés o actualidad en una sociedad, como la bioética.[5]
La ética normativa siempre ha estado presente en el pensamiento occidental y se han propuesto distintas clasificaciones de sus doctrinas. Sin embargo, la distinción entre éticas consecuencialistas y éticas deontológicas es la de mayor fuerza y discusión en el ámbito contemporáneo.[6]
Las teorías éticas también se pueden distinguir según los criterios que utilizan para evaluar el bien moral. El bien moral se puede evaluar por:
En ética, el consecuencialismo, también conocido como ética teleológica (del griego τέλος telos, 'fin', en el sentido de finalidad) se refiere a todas aquellas teorías de la ética normativa que sostienen que la corrección o incorrección de nuestras acciones está determinada por el valor o desvalor que ocurre debido a ellas. Para las teorías consecuencialistas, una acción se juzga correcta si genera el mayor bien posible o un excedente de la cantidad de bien sobre el mal. Así, en la visión consecuencialista el buen proceder es el que optimiza algunos valores dados axiológicamente por una metaética, siempre que los valores hagan referencia a un efecto en el mundo.[7]
Un aspecto destacado es la existencia del consecuencialismo negativo, el cual otorga prioridad absoluta a la reducción de desvalores como el sufrimiento. Según esta perspectiva, no existe valor positivo en sí mismo que pueda compensar el daño inherente de los desvalores. Este enfoque puede clasificarse en dos variantes principales: el consecuencialismo negativo pleno, que sostiene que solo se puede reducir el desvalor sin fomentar directamente valores positivos, y el consecuencialismo negativo moderado, que permite la promoción de valores positivos siempre que no interfiera con la reducción prioritaria de desvalores (Broome, 1991; Slote, 1984).
Otra división clave es entre el consecuencialismo directo y el indirecto. El primero aboga por evaluar cada acción de forma individual en función de las consecuencias inmediatas, mientras que el segundo plantea que seguir estrategias o reglas que produzcan mejores resultados a largo plazo es más efectivo, incluso si estas no maximizan el valor positivo en situaciones específicas. El consecuencialismo de las reglas, una variante del indirecto, sugiere que debemos actuar conforme a un conjunto de reglas cuya implementación continua garantice mejores resultados globales (Hooker, 2000).
El consecuencialismo satisfaccionista añade otra capa de matiz, al proponer que no es necesario maximizar siempre el impacto positivo, sino actuar hasta alcanzar un nivel suficiente de impacto positivo. En contraste, el consecuencialismo maximizador sostiene que las acciones correctas son aquellas que logran el mejor resultado posible en todas las circunstancias (Slote, 1984). Estas diferencias no solo reflejan debates sobre la intensidad del compromiso ético que demanda el consecuencialismo, sino también cómo deben equilibrarse los intereses individuales y colectivos en la práctica moral.
Por último, las críticas al consecuencialismo señalan su potencial para justificar actos que en otros contextos serían inaceptables, como sacrificar a unos pocos para beneficiar a muchos. No obstante, los defensores argumentan que este enfoque permite evitar resultados catastróficos y maximizar el bienestar colectivo, adaptándose a la incertidumbre inherente de las decisiones humanas al basarse en expectativas razonables en lugar de resultados garantizados (Railton, 1984).La deontología (del griego δέον, -οντος déon, -ontos 'obligación', 'deber' y -logía 'conocimiento', 'estudio')[8] es la rama de la ética que trata de los deberes, especialmente de los que rigen actividades profesionales, así como el conjunto de deberes relacionados con el ejercicio de una profesión. A su vez, es parte de la filosofía moral dedicada al estudio de las obligaciones o deberes morales.
La deontología también es la teoría en ética normativa según la cual existen ciertas acciones que se deben realizar, y otras que no se deben realizar, más allá de las consecuencias positivas o negativas que puedan traer.[9] Es decir, hay ciertos deberes que se deben cumplir más allá de sus consecuencias.[9] Para la deontología, las acciones tienen un valor en sí mismas, independientemente de la cantidad de bien que puedan producir. De acuerdo con la convicción de que hay acciones buenas o malas en sí mismas, se sigue el deber de realizarlas o de evitarlas. Una acción puede ser moralmente correcta, aunque no produzca la mayor cantidad de bien, porque es justa por sí misma.[10] Sin embargo, las éticas deontológicas se vuelven cada vez más sensibles a la necesidad de considerar las consecuencias globales de las acciones. Si, por ejemplo, mediante una mentira se puede salvar una vida humana, un ético deontológico puede reconocer una ponderación de los resultados de la acción. No obstante, en estos casos, se tienen en cuenta las consecuencias de la acción y no el valor propio de la acción, con lo cual parecería que quedaría suspendida la deontología[11]; aunque, en realidad, éticos deontológicos como el propio Kant consideran también que, aunque no es lícito realizar determinadas acciones (como mentir, en el caso de Kant), sí es posible para lograr un fin mayor el engañar en una situación, por ejemplo, si esta así lo requiere (en este ejemplo, diciendo algo que no sea una mentira directa, como una "media verdad", para lograr el mencionado fin, dejando que sea el otro quien se engañe en este caso salvando así dicha vida).[12]
Los deontólogos son aquellos que consideran correcta una situación en la que más gente sea fiel a sus convicciones, pero a la vez tiene que juzgar correcto hacer algo que irremisiblemente ocasionará que más personas actúen incorrectamente.[13]
Las éticas que pertenecen a este grupo se desarrollan a partir de un postulado humanista antropocéntrico; con esto postulan una moral humanista, ilustrada, que actúa sobre la política y el derecho. Esto orienta, presiona y critica; con la finalidad de fomentar una sociedad libre, democrática y abierta.[14]
Existen dos principales tipos de deontología:[15]
El término fue acuñado por Jeremy Bentham, en su obra Deontología o ciencia de la moral, donde la define como la rama del arte y de la ciencia que tiene como objetivo actuar de forma recta y apropiada, se refiere a la exposición de «lo que es correcto» y «lo que debería ser».[16] Bentham también considera que la base de este término se sustenta en los principios de libertad y utilitarismo.[17] Por su parte, Rosmini establece la deontología no del ser, sino del deber-ser, es decir, lo que se debe de ser para poder considerarse perfectos.[18]
El término surge en el siglo XIX como una nueva forma de llamar a la ética, sin embargo, conforme fue pasando el tiempo se le tomó como la ética aplicada a la profesión específicamente.[19] Todas las profesiones u oficios pueden contar con su propia deontología que indique cuál es el deber de cada individuo, es por ello que algunas de ellas han desarrollado su propio código deontológico.[20]
Las normas deontológicas son incomprensibles sin la referencia al contexto o grupo social en el que son obligatorias. La obligación se circunscribe a ese grupo, fuera del cual pierden la obligatoriedad. Bajo el ojo deontológico se considerará correcta una situación en la cual las personas estén siguiendo sus convicciones, pero al mismo tiempo tiene que analizar si lo que hará provocará que más gente tome decisiones incorrectas (hipócritas).[21]
Entre los éticos deontólogos cabe destacar a Immanuel Kant, William David Ross y Frances Kamm. De acuerdo a Sebastián Kaufmann,[22] uno de los principios más importantes de la ética normativa es el imperativo categórico propuesto por Immanuel Kant:Para dicho imperativo una acción es moralmente buena cuando se funde en un principio con cualidades de ser universalizado. Podemos tomar como ejemplo la acción de mentir, esta actitud es generalmente inmoral pues si todos mintieran la confianza general dentro de las sociedades se arruinaría y por consecuencia no es una máxima universalizable.«Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal. Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza» (AA IV:421).
La ética de las virtudes es la corriente de estudio de la moral que parte en que esta surge de rasgos internos de la persona, las virtudes, en contraposición a la posición de la deontología —la moral surge de reglas— y del consecuencialismo —la moral depende del resultado del acto—. La diferencia entre estos tres enfoques de la moral yace más en la forma en que se abordan los dilemas morales que en las conclusiones a las que se llega.
La ética de virtud es una teoría que se remonta a Platón y, de modo más articulado, a Aristóteles, quien consideraba que una acción es éticamente correcta si hacerla fuera propio de una persona virtuosa.[23][24] Por ejemplo, si para el utilitarismo hay que ayudar a los necesitados porque eso aumenta el bienestar general, y para la deontología hay que hacerlo porque es nuestro deber, para la ética de virtudes, hay que ayudar a los necesitados porque hacerlo sería caritativo y benevolente.[23]
Siendo la persona virtuosa aquella que cumple con un rol de manera excelente, por lo que cada individuo desarrolla su propio concepto de virtud. Por ejemplo, una médica es virtuosa por curar a sus pacientes y una diseñadora es virtuosa por su capacidad de crear imágenes plásticas placenteras. Sin embargo, las funciones a realizar se cuentan entre las relativas al hecho de que seamos agentes morales. Las virtudes correspondientes a tales funciones serían, por lo tanto, las virtudes éticas.
La ética de las virtudes busca explicar[25] la naturaleza de un agente moral como fuerza motriz para el comportamiento ético. Explica que un ser, al realizar sus actos con la virtud propia de su identidad, sentirá satisfacción a la hora de realizar actos. En lugar de reglas (deontología) o consecuencialismo, que se deriva como correcto o incorrecto del resultado del acto en sí mismo.
Por ejemplo, un consecuencialista argumentaría que mentir es malo debido a las consecuencias negativas producidas por mentir, aunque un consecuencialista permitiría que determinadas consecuencias previsibles hicieran aceptable mentir en algunos casos. Un deontólogo argumentaría que la mentira siempre es mala, independientemente de cualquier "bien" potencial que pudiera venir de una mentira. Un partidario de la ética de la virtud, sin embargo, se centraría menos en mentir en una ocasión particular, y en lugar de eso consideraría lo que la decisión de contar o no una mentira nos dice del carácter y la conducta moral de uno. Como tal, la moralidad de mentir se determinaría caso por caso, lo cual se basaría en factores como el beneficio personal, el beneficio del grupo, y las intenciones (en cuanto a si son benévolas o malévolas).
Aunque la preocupación por la virtud aparece en varias tradiciones filosóficas, en la Filosofía occidental, la virtud es presente en la obra de Platón y Aristóteles, y aún hoy en día los conceptos clave de la tradición se derivan de la antigua filosofía griega. Estos conceptos incluyen areté (excelencia o virtud), phrónesis (sabiduría práctica o moral), y eudaimonia (felicidad).
En Occidente la ética de la virtud fue el enfoque predominante de pensamiento ético en los períodos antiguo y medieval. La tradición de la ética de las virtudes fue olvidada durante el período moderno, cuando el aristotelismo cayó en desgracia. La teoría de la virtud volvió a la prominencia en el pensamiento filosófico occidental en el siglo XX, y hoy es uno de los tres enfoques dominantes a las teorías normativas (las otras dos son la deontología de Kant y el consecuencialismo o teleologismo; donde podríamos incluir el utilitarismo).Puede no estar claro qué significa decir que una persona "debería hacer X porque es moral, le guste o no". A veces se presume que la moralidad tiene algún tipo de fuerza vinculante especial sobre el comportamiento, aunque algunos filósofos creen que, utilizada de este modo, la palabra "debería" parece atribuir erróneamente poderes mágicos a la moralidad. Por ejemplo, a G. E. M. Anscombe le preocupa que "ought" se haya convertido en "una palabra de mera fuerza mesmérica"[26]
Si es un hombre amoral puede negar que tenga alguna razón para preocuparse por esta o cualquier otra exigencia moral. Por supuesto, puede estar equivocado, y su vida, así como la de los demás, puede verse tristemente arruinada por su egoísmo. Pero esto no es lo que afirman quienes piensan que pueden zanjar la cuestión mediante el uso enfático del "debería". Mi argumento es que se están basando en una ilusión, como si trataran de dar al 'deber' moral una fuerza mágica. —-Philippa Foot[27] |
La eticista británica Philippa Foot Philippa Foot elabora que la moralidad no parece tener ninguna fuerza vinculante especial, y aclara que la gente sólo se comporta moralmente cuando está motivada por otros factores. Foot dice: "La gente habla, por ejemplo, de la 'fuerza vinculante' de la moralidad, pero no está claro qué significa esto si no es que nos sentimos incapaces de escapar"[27] La idea es que, ante la oportunidad de robar un libro porque podemos salirnos con la nuestra, la obligación moral en sí no tiene poder para detenernos a menos que sintamos una obligación. Por tanto, es posible que la moral no tenga ninguna fuerza vinculante más allá de las motivaciones humanas habituales, y las personas deben estar motivadas para comportarse moralmente. La pregunta que surge entonces es: ¿qué papel desempeña la razón en la motivación del comportamiento moral?
La perspectiva del imperativo categórico sugiere que la razón adecuada siempre conduce a un comportamiento moral particular. Como se mencionó anteriormente, Foot en cambio cree que los seres humanos están realmente motivados por deseos. La razón adecuada, desde este punto de vista, permite a los humanos descubrir acciones que les dan lo que quieren (es decir, imperativo hipotéticos) - no necesariamente acciones que son morales.
La estructura social y la motivación pueden hacer que la moralidad sea vinculante en cierto sentido, pero sólo porque hace que las normas morales se sientan ineludibles, según Foot.[27]
John Stuart Mill añade que las presiones externas, para complacer a los demás, por ejemplo, también influyen en esta fuerza vinculante sentida, que él denomina "conciencia humana". Mill dice que los seres humanos deben primero razonar sobre lo que es moral, y luego tratar de alinear los sentimientos de nuestra conciencia con nuestra razón.[28] Al mismo tiempo, Mill dice que un buen sistema moral (en su caso, el utilitarismo) apela en última instancia a aspectos de la naturaleza humana-que, a su vez, deben ser alimentados durante la crianza. Mill explica:
Esta base firme es la de los sentimientos sociales de la humanidad; el deseo de estar en unidad con nuestros semejantes, que ya es un principio poderoso en la naturaleza humana, y felizmente uno de los que tienden a fortalecerse, incluso sin inculcación expresa, por las influencias del avance de la civilización.
Mill cree, por tanto, que es importante apreciar que son los sentimientos los que impulsan el comportamiento moral, pero también que pueden no estar presentes en algunas personas (por ejemplo, psicópatas). Mill describe a continuación los factores que contribuyen a que las personas desarrollen una conciencia y se comporten moralmente.
Textos populares como The Science of Morality: The Individual, Community, and Future Generations (1998) de Joseph Daleiden describen cómo las sociedades pueden utilizar la ciencia para averiguar cómo hacer que las personas tengan más probabilidades de ser buenas.
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