Hallándose el Emperador ya muy cansado, así en el ánimo como en el cuerpo, falto de salud, quiso dar un ejemplo al mundo de la mayor grandeza que en él había hecho: que fue dejar la monarquía del Imperio y reinos que tenía, y retirarse a la más pobre y solitaria vida que puede hacer un triste fraile, como se verá en lo que presto contaré. A ocho de setiembre envió a llamar al
rey don Felipe su hijo que estaba en Inglaterra. Llegó el rey acompañado de muchos caballeros españoles y ingleses. Holgó el Emperador con la vista de su hijo único y amado, y luego mandó llamar los grandes y procuradores de los
Estados de Flandres y Brabante que para 26 de octubre estuviesen en Bruselas. Juntos todos, habiendo celebrado capítulo con la
caballería del Toisón, trató con ellos en Cortes la determinación que tenía de renunciar aquellos Estados en su hijo, y aun el Imperio en su hermano, el rey de romanos
don Fernando, reservando para sí una pobre suma de dinero para el gasto ordinario de su casa....
Algunos días antes de éstos, había el Emperador tratado su determinación y pedido parecer a sus hermanas, la valerosa
reina María y
doña Leonor, reina de Francia, y ellas, considerando que el gusto del Emperador era retirarse a descansar en España y acabar el resto de la vida, viéndole tan fatigado con sus enfermedades, tan quebrantado de tantos y tan largos trabajos de las continuas guerras y gobierno de sus Estados, no sólo le disuadieron su buen propósito, antes loaron y aprobaron su intención, suplicándole las trajese en su compañía para acabar con él las vidas. Resuelto el Emperador en esto, ordenadas las escrituras que sobre ello había de otorgar, estando juntos los caballeros y procuradores de las ciudades y Estados de Flandres, a 28 de octubre, habiendo oído misa, día de San Simón y Judas, entregó a su hijo, el rey don Felipe, y renunció en él el maestrazgo y señorío del Toisón, que es la Orden de caballería de la casa de Borgoña, encargándole mucho procurase siempre conservar la grandeza y dignidad de aquella insignia militar, mirando la persona y mérito a quien la daba.
Hecho esto comió, y luego bajó a una gran sala aparejada para este acto, vestido de luto por su madre, la reina doña Juana, y con el collar del Toisón, acompañándole su hijo el rey don Felipe, y su hermana, la reina María, y su sobrino
Manuel Filiberto, duque de Saboya, y todos los caballeros y embajadores de príncipes que había en su Corte. Sentóse el César en una silla que estaba algún tanto levantada, y eminente sobre otras, y mandó sentar al rey su hijo y a su hermana la reina María; y al duque de Saboya, y a algunos grandes, para los cuales estaban puestos asientos. Entraron y se hallaron presentes los procuradores de Cortes y otros varones ilustres, los cuales todos cabían bien, porque la sala era capaz, ... Estando todos así congregados con gran silencio, levantóse
Filiberto de Bruselas, presidente del
Consejo de Flandres, y habló de esta manera:
"... Últimamente os encomienda el César a su único hijo, el rey Felipo, a quien os pide que obedezcáis y améis como a vuestro príncipe y señor natural, y hagáis con él lo que siempre habéis hecho con el César, lo cual os pide tanto por su autoridad cuanto por vuestro provecho. ..."
Con esto calló el presidente Bruselas, quedando todos admirados y con los ánimos suspensos, mirándose unos a otros sin hablar, espantados de la
determinación nunca pensada del Emperador. Dolíales dejar un señor que tan valerosa y prudentemente los había gobernado y defendido. Y que los dejase en tiempo que en Francia había un rey tan belicoso y capital enemigo suyo, y cuando aquella nación belicosa, ardía con envidia y odio del bien y riquezas de aquellos Estados, contra la nación flamenca. Y esperando congojados qué fin tendría aquella junta, estaban como atónitos. Lo cual, visto por el Emperador, para más declarar lo que Bruselas había dicho, repitiendo algo de lo referido y añadiendo otras cosas que quiso que allí se entendiesen, levantóse en pie con un palo en la mano derecha, y poniendo la otra sobre el hombro de
Guillermo Nasau, príncipe de Orange (que poco después de venido el Emperador inquietó aquellos Estados, revelándose como ingrato contra el rey Felipo) y habló de esta manera:
«Luego sucedió la muerte de mi abuelo, el
Emperador Maximiliano, en el año de diez y nueve de mi edad, que hace agora treinta y seis años, en el cual tiempo, aunque era muy mozo, en su lugar me dieron la dignidad imperial. No la pretendí con ambición desordenada de mandar muchos reinos, sino por mirar por el bien y común salud de Alemaña, mi patria muy amada, y de los demás mis reinos, particularmente los de Flandres, y por la paz y concordia de la Cristiandad, que cuanto en mí fuese había de procurar, y para poner mis fuerzas y las de todos mis reinos en aumento de la religión cristiana contra
el Turco. Mas si bien fue este mi celo, no pude ejecutarlo como quisiera, por el estorbo y embarazo que me han hecho parte de las herejías de
Lutero y de los otros innovadores herejes de Alemaña, parte de los príncipes vecinos y otros, que por enemistad y envidia me han sido siempre contrarios, metiéndome en peligrosas guerras, de las cuales, con el favor divino, hasta este día he salido felizmente. Demás de esto hice con diversos príncipes varios conciertos y confederaciones, que muchas veces por industria de hombres inquietos no se guardaron y me forzaron a mudar parecer, y hacer otras jornadas de guerra y de paz. Nueve veces fui a Alemaña la Alta, seis he pasado en España, siete en Italia, diez he venido aquí a Flandres, cuatro en tiempo de paz y de guerra he entrado en Francia, dos en Inglaterra, otras dos fui contra Africa, las cuales todas son cuarenta, sin otros caminos de menos cuenta, que por visitar mis tierras tengo hechos. Y para esto he navegado ocho veces el mar Mediterráneo y tres el Océano de España, y agora será la cuarta que volveré a pasarlo para sepultarme; por manera que doce veces he padecido las molestias, y trabajos de la mar. Y no cuento con éstas la jornada que hice por Francia a estas partes, no por alguna ocasión ligera, sino muy grave, como todos sabéis.
... En lo que toca al gobierno que he tenido, confieso haber errado muchas veces, engañado con el verdor y brío de mi juventud, y poca experiencia, o por otro defecto de la flaqueza humana. Y os certifico que no hice jamás cosa en que quisiese agraviar a alguno de mis vasallos, queriéndolo o entendiéndolo, ni permití que se les hiciese agravios; y si alguno se puede de esto quejar con razón, confieso y protesto aquí delante de todos que sería agraviado sin saberlo yo, y muy contra mi voluntad, y pido y ruego a todos los que aquí estáis me perdonéis y me hagáis gracia de este yerro o de otra queja que de mí se pueda tener.»
Acabó con esto el César, y volviéndose a su hijo el rey don Felipe con abundancia de lágrimas y palabras muy tiernas le encomendó el amor que
debía tener a sus súbditos, y el cuidado en el gobierno, y sobre todo la fe católica, que con tanto fervor habían guardado sus pasados. Y con esto acabó su plática, porque ya no podía tenerse en los pies, que como estaba tan flaco faltábale el aliento para pronunciar las palabras, el color del rostro con el cansancio de estar en pie y hablar tanto, se le había puesto mortal, y quedó grandemente descaído; tan grande era su mal, que es harto notable en edad de cincuenta y cinco años estar tan acabado. Podemos ver en esto cuáles fueron sus cuidados y fatigas, que son las que, como dice el sabio, secan y consumen los huesos, parte más fuerte del cuerpo humano. Oyeron todos lo que el Emperador dijo con mucha atención y lágrimas, que fueron tantas, y los sollozos y suspiros que daban, que quebraran corazones de piedra, y el mismo Emperador lloró con ellos, diciéndoles: «Quedaos a Dios, hijos; quedaos a Dios, que en el alma os llevo atravesados.»