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La caída del Imperio romano es un concepto historiográfico que hace referencia al fin del Imperio romano de Occidente, cuyo último emperador efectivo, Rómulo Augústulo, fue depuesto en 476 por el caudillo hérulo Odoacro, empleado al servicio de Roma.
La caída del Imperio romano, a menudo unida a la idea de su «decadencia», es una de las cuestiones más debatidas y estudiadas de la Historia. Es considerada por algunos como «el mayor enigma de todos», y ha sido uno de los ejes del discurso histórico clásico desde Agustín de Hipona. La ruina de la «Roma eterna» ha perdurado como el paradigma por excelencia del agotamiento y muerte de las civilizaciones, y ha sido interpretada como el precedente y anuncio del fin del mundo o, al menos, de la civilización occidental. Los siglos XX y XXI han visto multiplicarse el interés por este problema histórico, debido probablemente al hecho de que la civilización contemporánea tiene algunos rasgos comunes con la de la Antigüedad Tardía, y a que la cultura occidental está en un período de transición, como la Roma de los siglos III y IV.[1]
La historiografía ha oscilado entre una interpretación minimalista (la interrupción de la serie de emperadores en la parte occidental del Imperio) y una maximalista (el hundimiento de una civilización y el quiebro de una historia del mundo dividida en dos etapas: una antigua-pagana y otra moderna-cristiana). De igual modo, de un extremo al otro del espectro de teorías propuestas, se ha considerado el proceso como una larga transformación debida a fenómenos endógenos (la «decadencia») o un derrumbamiento repentino por causas fundamentalmente exógenas (la «caída»). En concreto, el término decadencia y caída hace referencia a la obra del historiador inglés Edward Gibbon, quien, sin ser el primero en abordar el tema, en el siglo XVIII renovó el análisis del período tardo-romano.
En la actualidad se valoran tanto los problemas internos como las consecuencias de la irrupción de los germanos en el Imperio. La concepción "continuista", por su parte, defiende la pervivencia hasta época carolingia —a pesar de las invasiones y violencias— de las estructuras político-económicas fundamentales y de la concepción del poder del mundo tardorromano. Ya sugerida por el historiador belga Henri Pirenne, esta corriente "continuista" tendría su mayor exponente en Peter Brown con su obra El mundo en la Antigüedad tardía, publicada en 1971 y que tuvo un enorme impacto en el mundo académico anglosajón.[2] También se puede citar a Walter Goffart, de la Universidad de Toronto, al británico Peter Heather, y en su caso más extremo en la muy criticada corriente fiscalista al francés Jean Durliat. Un ejemplo serían las palabras del profesor Gonzalo Fernández Hernández, de la Universidad de Zaragoza:
El Imperio Romano de Occidente se enfrenta a unos problemas entre 454 y 476 que desembocan en una reunificación del Imperio (...) 476 no supone el fin de Imperio alguno (...) los soberanos bárbaros federados al Imperio romano reconocen la soberanía nominal de un único emperador con sede en Constantinopla (...) en teoría esta situación perdura hasta la coronación imperial de Carlomagno...
Por otra parte, sigue habiendo quienes defienden una visión más «catastrofista» y acorde a la concepción tradicional de este problema histórico, tal es el caso del arqueólogo británico Bryan Ward-Perkins. De igual modo, hay diferencias entre quienes ponen el acento en el carácter romanista endógeno de las transformaciones (como Goffart), y quienes por el contrario apuntan hacia el carácter germanista exógeno (como el austriaco Walter Pohl).
En abierta contraposición respecto al siglo III, las fuentes históricas[nota 1][4] disponibles para el período del siglo IV en adelante son extremadamente ricas y variadas, de tal forma que sobrepasan incluso a la época de Cicerón, y hace de este uno de los períodos mejor documentados de la historia romana, a pesar de la pérdida de algunos textos como, por ejemplo, la Enmannsche Kaisergeschichte. Desgraciadamente, la historia romana es ante todo una historiografía limitada a lo político y lo militar, una historia fundamentalmente narrativa. Es decir, composiciones integradas por afirmaciones factuales, sosteniéndose cada hecho enunciado en otro, y el conjunto aparece como una red de unidades enunciativas cohesionadas entre sí.
Además de las obras de estricto carácter historiográfico (Amiano Marcelino, Aurelio Víctor, Zósimo, Hidacio, Jordanes, etc.), lírico (Panegíricos latinos, Rutilio Namaciano), epistolar (Símaco, Sidonio Apolinar) o biográfico (hagiografías varias), por añadidura, es esta la época de los grandes autores cristianos, tanto latinos (Jerónimo, Ambrosio, Agustín, Salviano de Marsella) como griegos (Basilio de Cesárea, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo). Todos ellos son continuadores de la tradición clásica, y por lo general también son de igual modo «tendenciosos». Las obras tanto de paganos como de cristianos tienen intencionalidades manifiestas, y dan lugar a interpretaciones muy variadas.[nota 2]
El panorama administrativo puede seguirse a través de los pocos documentos conservados de la alta administración imperial: el Laterculus Veronensis y el Laterculus de Polemio Silvio, ambos listas de provincias del Imperio ordenadas por diócesis; las inscripciones honoríficas ordenadas por los gobernadores provinciales, que recogen nombres, títulos, cargos y fechas; y la Notitia Dignitatum, un registro de cargos, oficiales, subalternos y unidades militares a disposición de la administración central y provincial distribuidos por ambas partes del Imperio.
El Codex Theodosianus y el Corpus Iuris Civilis, las recopilaciones legislativas de los emperadores Teodosio II (408-450) y Justiniano (518-565) representan un sumario precioso del material jurídico de la época imperial, al igual que la epigrafía que contienen leyes imperiales, edictos, decretos, cartas, diplomas militares (decretos de baja), decretos senatoriales, inscripciones de municipios, de colegios, inscripciones privadas, etc.
Un importante material documental se puede encontrar también en los papiros egipcios de la época imperial, en especial los procedentes de Oxirrinco; aunque la inmensa mayoría se refieren solo a su zona de localización y no son extrapolables, entre ellos se ha hallado documentos de gran importancia, como por ejemplo una copia de la Constitutio Antoniniana de Caracalla.
Las monedas constituyen otra fuente original muy importante.[5]
La reciente incorporación de la arqueología ha permitido desterrar varios mitos asentados en la historiografía tardorromana. La gran crisis del siglo III se superó con una rapidez asombrosa en el siglo IV, que fue un período no de decadencia, sino de recuperación generalizada e incluso de gran prosperidad en algunas zonas, a pesar de los problemas del latifundismo, la presión fiscal, la inflación o la polarización social. Las invasiones germánicas, sin dejar de ser violentas y traumáticas, no lo fueron tanto como para destruir completamente la civilización romana. La arqueología demuestra además que los pueblos germánicos eran completamente sedentarios:
«La principal impresión que suscitan las excavaciones es la de comunidades estables y duraderas, algunas de las cuales ocupaban los mismos lugares durante décadas o incluso siglos, otras trasladaban sus viviendas sin alejarse demasiado de los confines de su territorio original [...] Parece claro [...] que la primitiva economía germana [...] era, en esencia, semejante a la agricultura campesina de las provincias occidentales del Imperio romano».
Otro aspecto de capital importancia evidenciado por el registro arqueológico es que la «decadencia y caída» no fue un fenómeno homogéneo y común a todo el Imperio. Algunas regiones efectivamente declinaron, pero otras no. Hispania, la Galia, Iliria, Grecia y las zonas del limes danubiano, escenario de numerosos conflictos, fueron los territorios más afectados por las guerras entre romanos y por las invasiones bárbaras. En Italia, tras los saqueos de Alarico y Atila, hay una continuidad hasta el siglo VI, alcanzando la cúspide de su prosperidad con el rey ostrogodo Teodorico el Grande, para decaer y no recuperarse hasta la Plena Edad Media, a causa de la Guerra Gótica y las invasiones lombardas.
Un hito de gran importancia es que las excavaciones patrocinadas por la Unesco en el norte de África han revelado la pervivencia de la prosperidad africana durante el reino vándalo, y un verdadero «renacimiento bizantino» tras las dificultades del reinado de Justiniano, alcanzando un nivel de prosperidad comparable al de comienzos del siglo V, para ser definitivamente arrasado por la invasión musulmana, que fue extremadamente cruenta en la zona y que en el transcurso de cuarenta años de luchas destruyó todas las grandes ciudades (Cartago, Susa, Hadrumeto, Hipona, Leptis, etc.).
Otro tanto ocurriría en las islas mediterráneas, en especial Sicilia, que a pesar de la irrupción de los vándalos se mantuvo prácticamente al margen de toda invasión hasta la llegada de los musulmanes. Las excavaciones revelan por último que Siria y Palestina alcanzaron probablemente su máxima prosperidad en los siglos V y VI, pese a los terremotos y a las devastaciones de Cosroes I en el reinado de Justiniano; esta prosperidad se mantuvo hasta el siglo VII, decayendo con rapidez a causa de las invasiones persas.
En la época moderna la obra del británico Edward Gibbon History of the decline and fall of the Roman Empire, comenzada a publicar en 1776, fue la que estableció los términos del debate posterior sobre el fin del Imperio romano de Occidente. Según Gibbon el mundo romano vivió una progresiva crisis —de disolución de la virtus y de la libertas— en la que el triunfo del cristianismo, «la religión de la barbarie», desempeñó un papel determinante, y esa «decadencia» es la que le llevó inexorablemente a su «caída».[7][8][9][10] Gibbon escribió:[11]
La decadencia de Roma fue la consecuencia natural e inevitable de su inmoderada grandeza. La prosperidad propició el comienzo del deterioro. Las causas de la destrucción se multiplicaron con la extensión de las conquistas. Y tan pronto como el tiempo o la casualidad hubo eliminado los puntos de apoyo artificiales, el formidable edificio cedió bajo la presión de su propio peso.
Esta interpretación ya había sido expuesta de forma no tan minuciosa ni erudita por Montesquieu cincuenta años antes en su ensayo Consideración sobre las causas de la grandeza de los Romanos y de su decadencia (1734). Para el filósofo francés la causa de la «decadencia» habría sido la pérdida de la virtus de los tiempos de la Reública y la aceptación de la tiránica monarquía teocrática.[12] Asimismo Voltaire en su Essai sur les moeurs et l'esprit des nations (1756) se había ocupado del tema y había señalado dos culpables de la «caída de Roma»: en el interior, el cristianismo; en el exterior, los bárbaros.[13] También habían tratado la cuestión el historiador católico del siglo XVI César Baronio y el del XVII Louis-Sébastien Le Nain de Tillemont, así como Charles Le Beau en su L'Histoire du Bas Empire (1750). De todos ellos tomó Gibbon muchas ideas.[13]
En realidad la noción de la «decadencia» no era una invención de los autores modernos. Los antiguos, tanto «paganos» (Eunapio de Sardes, Zósimo) como cristianos (Bardesano de Edesa, Cipriano de Cartago), ya habían utilizado ese término u otro similar.[14] Vegecio, contemporáneo de la «caída», en su obra Epitoma rei militaris mostraba su nostalgia por las glorias pasadas y lamentaba el abandono en el que se encontraba el ejército en su tiempo. Proponía el resurgir de este, poniendo especial énfasis en la necesidad de disciplina y entrenamiento:
La victoria en la guerra no depende completamente del número o del simple valor; sólo la destreza y la disciplina la asegurarán. Hallaremos que los romanos debieron la conquista del mundo a ninguna otra causa que el continuo entrenamiento militar, la exacta observancia de la disciplina en sus campamentos y el perseverante cultivo de las otras artes de la guerra.
Desde Agustín de Hipona hasta tiempos recientes ha predominado la idea de que las culturas ofrecen una evolución similar a la de los seres vivos, y que la «decadencia» es su fase final. Hasta el siglo XVIII el absolutismo político y el cristianismo del Bajo Imperio habían sido valorados positivamente, pero con los nuevos vientos ilustrados, comenzó a valorarse de manera peyorativa, surgiendo la idea de su «decadencia».
En el siglo XIX predominó la interpretación de Gibbon[15][16][17] —y el uso peyorativo del término «Bajo Imperio» acuñado por Le Beau y difundido por Louis Philippe de Ségur—.[18] Jacob Burckhardt en su La edad de Constantino el Grande (1852) insistió en la misma idea de la «decadencia» bajoimperial.[19][20] A finales del siglo Otto Seeck recurrió al darwinismo social, entonces en pleno auge, para explicar la «decadencia» del Imperio. Según Seeck se habría producido una especie de «darwinismo inverso», es decir, la «eliminación de los mejores» debido sobre todo al desinterés de las clases dirigentes en reproducirse para no repartir su patrimonio. «Sólo los cobardes permanecieron con vida, de manera que las nuevas generaciones surgieron de estas malas semillas», escribió Seeck.[21][22][23]
En los primeros decenios del siglo XX se dio un giro en el estudio de la causas de la «decadencia» al introducir los factores económicos y sociales. El pionero fue el sociólogo alemán Max Weber que ya en 1896 pronunció una conferencia sobre «las causas sociales del declive de la civilización antigua». Para Weber este se había producido al pasar de una economía urbana y monetaria basada en el trabajo esclavo a una «economía rural natural» en la que predominaban las grandes propiedades autosuficientes, lo que trajo consigo la decadencia de la ciudades y el fin la civilización antigua.[24]
En esos años también aparecieron las primeras investigaciones que relacionaban la «decadencia» con cuestiones climáticas. La principal fue la del geógrafo estadounidense Ellsworth Huntington que en 1917 publicó un artículo titulado «Climatic changes and agricultural decline as factors in the fall of Rome» ('Cambios climáticos y decadencia agrícola como factores en la caída de Roma'). Un año antes Vladimir Simkowitch en Rome's fall reconsidered (publicado por la Universidad de Harvard) había propuesto el agotamiento del suelo como una de las causas. Cien años después el historiador estadounidense Kyle Harper retomará este enfoque en Cómo el Imperio romano se hundió. El clima, las enfermedades y la caída de Roma en la que concede gran importancia al impacto de las pestes, especialmente al de la peste cipriana de 249.[25]
En la senda iniciada por Weber Mijaíl Rostóvtsev publicaba en 1926 Social and Economic History of the Roman Empire, una obra en la que explicaba la «decadencia» como el resultado del conflicto entre los campesinos y las clases superiores de las ciudades.[21][14] Según Rostóvtsev se produjo el triunfo de las clases pobres, sobre todo campesinas, que los emperadores, a partir de Septimio Severo (193-211), las habían favorecido en detrimento de la «burguesía urbana». Su instrumento habría sido el ejército que habría impuesto sus intereses a los de las «clases educadas», desembocando en una simplificación de la vida y de las ideas, «que llamamos la barbarización del mundo antiguo». Claire Sotinel ha señalado que este análisis está influido por su anticomunismo (había abandonado Rusia en 1918 huyendo de la Revolución bolchevique) como lo demostraría, según Sotinel, el siguiente pasaje final de su obra: «¿Es posible inyectar un grado de civilización más elevado a las clases inferiores sin alterar su naturaleza y diluir sus cualidades hasta hacerlas desaparecer? ¿Toda civilización no está condenada a la desintegración desde que comienza a penetrar las masas?».[26]
Pocos años después Ferdinand Lot sostuvo en El fin del mundo antiguo y el comienzo de la Edad Media (1931) que la desintegración del Imperio romano de Occidente se produjo por efecto de sus males internos contra los que no se encontraron los remedios, a pesar del esfuerzo de los emperadores del Bajo Imperio sin el cual el «enfermo» hubiera muerto antes, «en un ardiente proceso febril». Los bárbaros lo único que hicieron fue asestar el golpe definitivo a un moribundo.[27]
Otros autores también explicaron la «caída» por causas internas. Arnold J. Toynbee y James Burke argumentaron que el Imperio no pudo sobrevivir desde el momento en que su expansión territorial se detuvo. Sostuvieron que el Imperio no tenía un sistema económico estable y que sus principales ingresos económicos eran los botines capturados en las campañas militares. Por su parte, Ludwig von Mises señaló en Economic Policy: Thoughts for Today and Tomorrow (1959) que el intervencionismo del Estado y la inflación fueron los que destruyeron el sistema económico del Imperio romano, que simplemente cayó en bancarrota, incapaz de pagar al ejército y provocando malestar en la población. «La verdad es que lo que destruyó esta antigua civilización fue algo similar, casi idéntico a los peligros que hoy amenazan a nuestra civilización: por un lado fue el intervencionismo [el control de precios y la devaluación de la moneda], y por el otro, la inflación. [...] El resultado, por supuesto, fue que disminuyó la oferta de alimentos en las ciudades. La gente de las ciudades se vio obligada a regresar al campo y a retomar la vida agrícola. [...] Así vemos que, a partir del siglo III, las ciudades del Imperio Romano fueron decayendo y que la división del trabajo se volvió menos intensiva que antes... Cuando Diocleciano, en el año 284, se convirtió en emperador, intentó durante algún tiempo oponerse a la decadencia, pero sin éxito», escribió von Mises.[28][29]
En 1964 A.H.M. Jones en The Later Roman Empire, 284–602: A Social, Economic and Administrative Survey retomó y amplió la tesis de Rostóvtsev y señaló como causa principal de la «caída» la transformación del Imperio en un Estado autoritario con un peso impositivo asfixiante.[30] Sin embargo, Peter Heather ha destacado que las investigaciones arqueológicas y de otro tipo posteriores nos han proporcionado una visión muy distinta de la economía bajoimperial que la que se tenía cuando Jones publicó su obra. «Sabemos con certeza que en el siglo IV, los impuestos no eran lo suficientemente elevados como para impedir la subsistencia de los campesinos. Tanto en el este como en el oeste, el imperio tardío fue una época de bonanza agrícola, sin ningún signo de un descenso demográfico generalizado. Desde luego, es posible que el este haya sido aún más rico, pero el orbe romano no se encontró sometido al influjo de ninguna crisis económica interna digna de mención antes del siglo V».[31]
En general, los rasgos más importantes de la teoría tradicional de la «decadencia del Imperio romano» pueden resumirse en siete puntos:
Uno de los primeros historiadores en criticar que la «caída» del Imperio fuera un hecho «inevitable», resultado de su progresiva «decadencia», fue el francés André Piganiol —quien además fue el primero en formular la oposición entre causas externas e internas—. En L'Empire chrétien, 325-395 (1947) relativizó la crisis moral, religiosa e intelectual del siglo IV —en este punto no rompió con la visión tradicional— para afirmar la vitalidad imperial y señaló a los bárbaros (esos germanos que «habitan un país horrible») como los culpables de la caída. Su libro acababa con una frase que se haría célebre: «La civilización romana no murió de muerte natural. Fue asesinada».[32][33][34] En este sentido Santo Mazzarino hablará doce años más tarde en La fine del mondo antico. Le cause della caduta dell'impero romano (1959) de «decadencia condicionada».[33]
Dos años después de la publicación de la obra de Piganiol el también francés Henri Marrou proponía un cambio de perspectiva sobre la «caída» al defender la continuidad entre el mundo antiguo bajoimperial, muy diferente del Alto Imperio, y los primeros siglos medievales. Había nacido el concepto de Antigüedad tardía que el propio Marrou ampliaría en un libro publicado en 1977, el mismo año de su muerte, con el significativo título Décadence romaine ou antiquité tardive? ('¿Decadencia romana o antigüedad tardía?').[35] Marrou consideraba que los historiadores, él mismo incluido, habían subestimado el Imperio romano tardío al identificarlo como un mero periodo intermedio entre el clasicismo antiguo y su recuperación renacentista. Marrou indicaba que el concepto de «decadencia» implicaba necesariamente un juicio de valor que sustentaba toda una filosofía de la historia: humanistas e ilustrados pretendían «disipar las tinieblas de la Edad Oscura», para redescubrir una antigüedad pretendidamente luminosa, la existente hasta la muerte de Marco Aurelio. El Bajo Imperio, con el triunfo del cristianismo y el absolutismo, era desdeñado por los prejuicios ilustrados como un período de «barbarie», «tiranía» y «superstición».
La visión «continuista» de Marrou contaba con dos importantes antecedentes. El primero era Fustel de Coulanges (Institutions politiques de l'ancienne France. I-VI vols; París, 1874) quien ya había sostenido que los bárbaros no habían destruido el mundo antiguo, sino que le habían dado un nuevo rumbo a un proceso de transformación del mundo romano que ya estaba en marcha. Encontró una gran variedad de pervivencias posteriores, observando que las instituciones tardorromanas estaban muy cerca de las similares de merovingios y carolingios, y que las fuerzas de integración social actuaban de igual forma antes y después. El segundo era Henri Pirenne, quien siguiendo la tesis de su maestro Coulanges, había planteado su célebre teoría (Mahomet et Charlemagne, Bruselas, 1937), según la cual las invasiones germánicas no destruyeron la unidad mediterránea del mundo antiguo, ni tampoco eliminaron los rasgos que suelen considerarse esenciales de la cultura romana tal como aún existía en el siglo V. La verdadera causa de la ruptura con la tradición de la Antigüedad la habría producido el rápido e inesperado avance del Islam, que interrumpió las rutas comerciales del Mediterráneo y llevó al declive de la economía europea, provocando un largo período de autarquía.
La nueva visión de Marrou fue desarrollada por el joven historiador irlandés Peter Brown que en 1971 publicaba The World of Late Antiquity[36] en el que descartaba la idea de la «decadencia» y destacaba, como Marrou, la continuidad entre finales del siglo III y finales del siglo VII, el período de la «Antigüedad Tardía». Esta presentaba unas características específicas que la diferenciaban de los periodos anterior (Alto Imperio romano) y posterior (Alta Edad Media) entre las que señalaba la redefinición del espacio material y vital del mundo antiguo (a causa de la presión de los «pueblos bárbaros» los centros neurálgicos del Imperio se trasladaron hacia el limes del Rin y del Danubio), un cierto desapego hacia el mundo material unido a una incesante búsqueda de la Divinidad, la consolidación definitiva de la monarquía de derecho divino y el nacimiento de una nueva clase dirigente más abierta por su base, mientras que se igualaban los estatutos jurídicos de los grupos inferiores de la sociedad.[37] Desde su cátedra en la Universidad de Berkeley, primero, y en la de Universidad de Princeton, después, Brown ejerció una enorme influencia en varias generaciones de historiadores dedicados al estudio de la Antigüedad tardía. La idea de la «caída» fue sustituida por la de la «transformación».[38]
Las tesis de Brown y de sus discípulos, especialmente la más extrema que llega a negar el fin de Roma, han sido cuestionadas en las últimas décadas por diversos historiadores quienes les acusan de ignorar lo que «verdaderamente» pasó en Europa occidental y en el norte de África en el siglo V. En 2001 el británico de origen alemán Wolf Liebeschuetz publicó The Decline and Fall of the Roman city (un título calcado a propósito de la obra de Gibbon) en el que criticó lo que él consideraba como un discurso excesivamente «continuista» y defendió que sí se produjo una «decadencia» del Imperio romano —cuyo inicio retrasaba al siglo V— que en Oriente, a diferencia de Occidente, fue seguida de una «restauración», lo que explicaría la supervivencia de aquel.[39]
En la misma línea el también británico Bryan Ward-Perkins publicaba en 2005 The Fall of Rome and the End of Civilization en el que destacaba la catástrofe representada por las invasiones bárbaras, insistiendo en los «horrores de la guerra», y caracterizando la «decadencia» del mundo romano en Occidente como la «la desaparición del confort». «La nueva ortodoxia es que el mundo romano, tanto en Oriente como en Occidente, fue lentamente y esencialmente sin dolor "transformado" en una forma medieval. Sin embargo, existe un problema insuperable con esta nueva visión: no es coherente con la masa de datos arqueológicos disponibles hoy, que muestran una clara decadencia en los modos de vida occidentales entre el siglo V y el VII. Ese cambio afectó a todo el mundo, desde los campesinos a los reyes, incluidos los cuerpos de los santos que descansaban en las iglesias. No fue una simple transformación, fue una decadencia a una escala que puede razonablemente ser descrita como "el fin de una civilización"», escribe Ward-Perkins.[40]
El mismo año en se publicaba la obra de Ward-Perkins, se ponía a la venta The Fall of the Roman Empire del también británico Peter Heather en la que rechazaba la tesis de que fueron los factores internos (la «decadencia») los causantes de la «caída» y retomaba la interpretación de Piganiol de que fueron las «invasiones bárbaras» las responsables principales de la desaparición del Imperio romano de Occidente.[30] «Es imposible rehuir el hecho de que el imperio de Occidente se disolvió porque se establecieron demasiados grupos extranjeros en sus territorios y porque éstos expandieron sus posesiones mediante la guerra», afirma Hether. «El daño infligido a las provincias romanas de Occidente por las prolongadas guerras con los invasores, unida a la pérdida permanente de territorios, generó una formidable disminución de ingresos al estado central... [con la consiguiente reducción] de la capacidad del imperio occidental para mantener sus fuerzas armadas», añade Heather.[41] Por otro lado, refiriéndose a los que sostienen la tesis de la «decadencia» partiendo de Gibbon, Heather subraya que el Imperio romano de Oriente sobrevivió, lo que «hace que resulte difícil argumentar que hubiera algo tan intrínsicamente corrupto en el sistema imperial tardío que lo abocaba a desmoronarse bajo su propio peso».[42]
Heather reconoce que «no hay ningún historiador serio que piense que el imperio de occidente se derrumbara únicamente por problemas internos, o sólo a consecuencia de una conmoción externa» por lo que sostiene que si las invasiones bárbaras «lograron provocar la desaparición del imperio de Occidente, que se encontraba en una situación de relativo vigor, se debió a que su acción incidió de modos muy concretos en las limitaciones militares, económicas y políticas intrínsecas que presentaba el sistema romano tras quinientos años de evolución».[43] La principal, según Heather, sería la imposibilidad de aumentar indefinidamente los impuestos para hacer frente a las crecientes necesidades militares en una economía que ya se encontraba en sus niveles de productividad máxima. Pero insiste en que estas «limitaciones internas» no «desempeñaron un papel primordial en el derrumbamiento del Imperio», sino la «acometida militar generalizada procedente del exterior». De hecho sostiene que sin esa «conmoción exógena» nada nos indica que el Imperio no hubiera sobrevivido. «Sin los bárbaros, no existe la menor prueba de que el imperio de Occidente hubiera estado destinado a dejar de existir en el siglo V», concluye Heather.[44]
En 2016 Chris Wickham abordaba en el segundo capítulo de su Medieval Europe la cuestión del fin del Imperio romano de Occidente y en él, tras señalar que los historiadores ante los acontecimientos de gran magnitud suelen dividirse entre los que dan prioridad a las razones «estructurales» («consideran que la catástrofe era inevitable, ya que obedecía a causas estructurales que muy a menudo habían venido gestándose durante largo tiempo y que simplemente acabaron por converger tras un súbito cambio») y los conceden mayor peso a las razones «políticas» («estudiosos que juzgan que la ruina es fruto del azar, resultado de una serie de decisiones políticas efectuadas a corto plazo»), afirmaba que «las explicaciones que buscan la razón del desplome del imperio de Occidente en causas capaces de operar a largo plazo no funcionan demasiado bien, ya que resulta más que evidente que no pueden aplicarse a la otra mitad del mundo romano. Con todo, sigue siendo posible esgrimir algunas respuestas estructurales: quizás Occidente fuera o se volviera más frágil que Oriente, o tal vez se hallara más expuesto a una invasión. [...] Los motivos más convincentes pasan, en este caso concreto, por la contingencia de algunas decisiones, y en ciertos casos, por el simple error humano... En cualquier caso hemos de tener presente que... de no haber existido graves debilidades estructurales en el imperio romano de Occidente del año 400, pongo por caso, es probable que muchos de los elementos de la estructura imperial podrían haber superado la crisis del siglo V».[45]
Entre las «debilidades estructurales» Wickham señala «la inestabilidad política en que se hallaba sumido el Occidente del siglo V, en el que los jefes militares gobernaban en nombre de emperadores ineptos, y en la mayoría de los casos debían su relevo a la violencia, [lo que] no contribuyó en nada a facilitar el complicado malabarismo de utilizar por un lado a los bárbaros y de tratar por otro de conservar una ventaja estratégica sobre ellos».[46] Otra, «la creciente separación y rivalidad surgida entre las dos provincias occidentales más importantes [tras la pérdida del África romana]: la Galia e Italia».[47] Y entre las «decisiones y fallos» que incidirían en el fin del Imperio de Occidente Wickham destaca el error de percepción de Aecio, el jefe militar y hombre fuerte de Occidente entre 432 y 454, que no valoró la amenaza que suponían los vándalos de Genserico para Cartago, que «acabó cayendo, como era de esperar, en 439» (convirtiéndose en la capital del reino vándalo). La consecuencia fue que el Imperio de Occidente perdió el África romana, su región más rica y su «granero», con la consiguiente «merma de sus ingresos fiscales».[48] Otro hecho de graves consecuencias fue que Ricimer (también conocido como Ricimero), jefe militar y hombre fuerte entre 457 y 472, solo estuviera interesado en dominar Italia, lo que fue aprovechado por burgundios y visigodos para extender sus dominios en la Galia (y estos últimos también en Hispania). «En la siguiente generación, al rebelarse Odoacro en Italia en 476, apenas quedaba ya nada que defender, de manera que el sublevado, en lugar de colocar en el trono a un nuevo emperador títere, optó por atribuirse directamente el título de rey, reconociendo de manera nominal la autoridad del emperador de Oriente, pero no la de ningún nuevo purpurado en Occidente».[47]
En 2019 la francesa Claire Sotinel, tras explicar por qué había sobrevivido el Imperio romano de Oriente, afirmaba lo siguiente: «En Occidente, por el contrario, el gobierno imperial ya no tenía los medios necesarios para asegurar, directa o indirectamente, la seguridad de los provinciales. Al menos dos pueblos establecidos en las fronteras imperiales, los godos de Aquitania y los vándalos en África, tenían políticas autónomas de las que no daban cuenta a Roma. Solo el lazo dinástico y el apoyo de Teodosio II habían permitido la continuidad del poder después de la muerte de Honorio [en 423]. Con la muerte [en 455] de Valentiniano III, en una Roma despojada de sus riquezas, otra historia iba a escribirse».[49] Y sobre el debate entre «continuistas» y «decadentistas» se preguntaba si la forma de reconciliar las dos posiciones no sería «renunciar a hacer de un campo histórico complicado una cuestión simple», teniendo presente que «el fin del Imperio romano en Occidente es un proceso político complejo, discontinuo». [50]
A grandes rasgos, se pueden ordenar en seis categorías o clases las diferentes teorías sobre las causas del hundimiento del poder imperial romano en Occidente. Es difícil citar nombres concretos, ya que muchos de los que figuran en cada categoría podrían también aparecer en otros apartados. Los nombres que siguen, aun siendo representativos, no engloban a la extraordinaria cantidad de obras, autores y tendencias que se han pronunciado sobre el tema. Así por ejemplo, el profesor alemán Alexander Demandt, de la Universidad Libre de Berlín, publicó una obra en que repasaba 210 teorías diferentes sobre la caída de Roma titulada Der Fall Röms. Die Auflösung des romischen Reiches im Urteil der Nachwelt (Múnich, 1984).
La «culpa del cristianismo» fue uno de los factores a los que más se ha achacado la crisis del siglo V. Actualmente, es una teoría sin peso y sin defensores, al menos en estricta puridad. Unir bajo un mismo punto de vista metodológico la progresiva crisis del mundo romano y la victoria del cristianismo, haciendo culpable a este último de la primera es un planteamiento voluntarista, excesivamente radical, que no responde a la realidad. La Iglesia no volvió la espalda al Imperio y, si algunos cristianos contribuyeron a debilitar la resistencia imperial, otros apelaron al patriotismo romano; durante el Bajo Imperio, el cristianismo triunfante sirvió de aglutinante a la sociedad romana. Además, en Occidente (Galia, Germania, Britania e Hispania), donde la crisis fue más aguda, el cristianismo tuvo una implantación limitada hasta entrado el s. V, mientras que fue precisamente el Oriente más cristianizado el que mejor sobrellevó la crisis.
Ya en la Antigüedad Tardía hubo intelectuales, como el historiador pagano del s. V Zósimo y su maestro Eunapio de Sardes, que echaron la culpa al cristianismo de los males que afligían del Imperio. Los paganos creían que la crisis se debía a que los dioses les negaban su protección por culpa de la expansión cristiana en el Imperio, lo que impulsó a gentes como Cipriano de Cartago, Agustín de Hipona, Salviano de Marsella o Paulo Orosio a defender lo contrario en obras como De civitate dei o Historiarum adversum paganos.
La apologética pagana potenció su influencia con la Ilustración; la “Edad de la Razón”, señalada por su negación del pasado, su escepticismo religioso, y su crítica violenta al poder monárquico y la autoridad religiosa, no podía aceptar como algo positivo el absolutismo y la profunda influencia del clero y la religión en el Imperio romano tardío. Edward Gibbon en su clásico History of the decline and fall of the Roman Empire, aparecido entre 1776 y 1788, se planteó las causas de la decadencia del Mundo Antiguo desde estos presupuestos racionalistas, agnósticos, e incluso neopaganos, pero su mérito estuvo en hacerlo de una manera totalmente novedosa. Adaptando las ideas de Tácito, el sabio inglés atribuyó la decadencia del Imperio a la pérdida de las virtudes cívicas, y echó la culpa al cristianismo, que predicaba un estilo de vida que influyó negativamente en la marcha de la gravísima crisis que padecía el Imperio desde la época de Marco Aurelio:
«En tanto en cuanto la felicidad en una vida futura es el gran objetivo de esta religión, podemos aceptar sin sorpresa ni escándalo que la introducción -o al menos el abuso- del Cristianismo tuvo una cierta influencia en la decadencia y caída del Imperio romano. El clero predicó con éxito doctrinas que ensalzaban la paciencia y la pusilanimidad; las antiguas virtudes activas [virtudes republicanas de los romanos] de la sociedad fueron desalentadas; los últimos restos del espíritu militar fueron enterrados en los claustros: una gran proporción de los caudales públicos y privados se consagraron a las engañosas demandas de caridad y devoción; y la soldada de los ejércitos era malgastada en una inútil multitud de ambos sexos [frailes y monjas, esta opinión sobre ellos era habitual en el público inglés del s. XVIII] capaz sólo de alabar los méritos de la abstinencia y la castidad. La fe, el celo, la curiosidad, y pasiones más terrenales como la malicia y la ambición, encendieron la llama de la discordia teológica. La Iglesia -e incluso el estado- fueron distraídas por facciones religiosas cuyos conflictos eran muchas veces sangrientos, y siempre implacables; la atención de los emperadores fue desviada de los campos de batalla a los sínodos. El mundo romano comenzó, pues, a ser oprimido por una nueva especie de tiranía, y las sectas perseguidas se convirtieron en enemigos secretos del estado.
Y sin embargo, un espíritu partidista, no importa cuán absurdo o pernicioso, puede ser tanto un principio de unión como de desunión. Los obispos, desde ochocientos púlpitos, inculcaban al pueblo los deberes de la obediencia pasiva buscada por el legítimo y ortodoxo emperador; sus frecuentes asambleas y su perpetua correspondencia los mantenían en comunión con las más distantes iglesias; y el temperamento benevolente de los Evangelios fue endurecido, aunque confirmado, por la alianza espiritual de los católicos. La sagrada indolencia de los monjes era con frecuencia abrazada en unos tiempos a la vez serviles y afeminados; pero si la superstición no había supuesto el fin de los principios de la República, estos mismos vicios [la servilidad y el afeminamiento] habrían llevado a los indignos romanos a desertar de ellos. Los preceptos religiosos son fácilmente obedecidos por aquellos cuyas inclinaciones naturales les llevan a la indulgencia y la santidad; pero la pura y genuina influencia del Cristianismo puede hallarse, si bien de forma imperfecta, en los efectos que el proselitismo cristiano tuvo sobre los bárbaros del norte. Si la decadencia del Imperio Romano se había acelerado con la conversión de Constantino, al menos su religión victoriosa redujo en algo el estrépito de la caída, y rebajó el feroz temperamento de los conquistadores».(Capítulo XXXIX)
En buena medida, casi todas ellas han sido resultado de la identificación de cultura, raza y nación propias de la sociología y antropología darwinista.
Karl Julius Beloch en Die Bevölkerung der griechisch-römischen Welt (Leipzig, 1886) ofrecía una explicación culturalista: la creación de un estado panmediterráneo impidió el desarrollo y consolidación de la vida civilizada. La Roma imperial habría ahogado los impulsos innovadores de la Grecia plural. Es preciso señalar que Beloch hizo tales conclusiones tras la unificación alemana, en pleno auge del militarismo, el nacionalismo y la política social de Bismarck, que en pocos años acabaron con la tradición liberal alemana.
El profesor norteamericano de la Universidad Johns Hopkins Tenney Frank, publicó en 1916 un estudio titulado «Race Mixture in the Roman Empire»[51] en el que defendía que la decadencia de Roma se debía a la diversidad cultural y la mezcla de razas (race mixture): al emanciparse todos los griegos y orientales esclavos, cambiaron el carácter del Imperio, convirtiéndolo en una monarquía helenística, motivando el absolutismo, la expansión de las religiones orientales, la decadencia de la literatura latina y la desaparición de la vieja clase gobernante, «ruda y viril», que construyó el Imperio romano.
Otto Seeck en Geschichte des Untergangs des antiken Welt (Stuttgart, 1920-1921) planteó que la decadencia de Roma se debió al hecho de que a partir del s. III hubo una especie de «selección natural al revés» que provocó la desaparición de la élite que dirigía el Estado romano. Esta desaparición se explicaría por el desinterés de las clases dirigentes en reproducirse y por su debilitamiento, desgastadas por mezclas continuas, provocada por la manumisión de esclavos, el matrimonio de libres y libertos, la prohibición del matrimonio a los soldados, las continuas guerras, etc. Asimismo, los emperadores se habrían dedicado a exterminar la capacidad y el mérito personal, y a extender la mentalidad servil, a lo que contribuyó el triunfo del cristianismo. El resultado obvio de todo ello habría sido la decadencia y el hundimiento del poder imperial.
Es importante señalar que Seeck planteó su teoría tras la derrota de la Alemania imperial en la Primera Guerra Mundial, en pleno proceso democratizador de la República de Weimar. Ferdinand Lot objetó a esta tesis afirmando que, muy al contrario, el Bajo Imperio fue una época de grandes personalidades.
Franz Altheim en Die Soldatenkaiser (Fráncfort del Meno, 1939) y Die Krise der alten Welt im 3. Jahrhundert n. Zw. und ihre Ursachen (Berlín, 1943) explicaba la caída de Roma por la preponderancia de las «razas jóvenes» germanas, con mayor agresividad e iniciativa, sobre las «razas viejas» y decadentes del Mundo Mediterráneo, sumidas en la desidia. En su momento, sus explicaciones entraron dentro de la historiografía oficial nazi del III Reich.
Para el profesor sueco Martin Nilsson, una autoridad en religión griega, la decadencia de Roma vendría motivada por un cambio racial. Según su planteamiento, la «raza romana» estaría cada vez más diluida y «barbarizada». No obstante, pasó poco tiempo antes de que autores como N.H. Baynes señalaran que en la región donde la mezcla de razas fue mayor, Asia Menor, no hubo decadencia alguna, ni en lo intelectual, ni en lo social, ni en lo económico, ni el cristianismo tuvo ningún resultado funesto (antes al contrario).
Joseph Vogt en The decline of Rome: The metamorphosis of Ancient Civilization (Londres, 1967) insistía en la metamorfosis cultural, pero ajena a planteamientos biológicos, defendiendo una noción de continuidad sobre la base de un cambio. Consideraba que la mal llamada «decadencia» fue un proceso lento de cambio, que comenzó con Cómodo (180-193) y que dio como resultado un tipo nuevo de cultura, muy parecida al Mundo Medieval. En esta idea de cambio cultural, Vogt remarcaba la importancia de tener presente que las invasiones germánicas eran «una migración de gentes, no meramente una invasión de bárbaros».
Entran en el grupo los que explican el fin del Imperio romano en Occidente por el impacto que sobre el mismo tuvieron los germanos, de cualquier modo que ello se entienda, ya sea desde el punto de vista puramente militar o de las causas internas que obraron con ocasión de la coyuntura de la presión de los germanos. Esta presión fue causada por los hunos, pueblo del centro de Asia de origen mongol.
En Epitoma rei militaris (c. 430) Flavio Vegecio Renato, historiador militar contemporáneo de los hechos, afirmó que la decadencia de las armas romanas se debía al abandono de las antiguas formas de organización de las legiones y la incorporación de mercenarios bárbaros al ejército romano.
Un cuarto grupo de autores han formulado explicaciones fundadas en las ciencias naturales, haciendo hincapié en la población, el clima y el suelo. Es importante señalar que el enfriamiento del clima a partir del siglo II tendría su influencia en malas cosechas, plagas de peste y la mayor movilidad de los pueblos bárbaros.
A.E.R. Boak, profesor de Historia Antigua en la Universidad de Míchigan especialista en Historia Bizantina, publicó un estudio, de gran aceptación en América del Norte, titulado Manpower Shortage and the Fall of the Roman in the West (Londres, 1956). Opinaba que la causa de la caída de Roma se debió al déficit de la mano de obra que sufrió el Imperio, que tuvo efectos desastrosos en la agricultura, en la industria y en los servicios públicos; los decenios comprendidos entre los años 235 y 284, lo que se conoce con el nombre de la Anarquía Militar debido a las continuas luchas y a la peste, que asoló todo el Imperio durante quince años y vació, al decir de los contemporáneos, ciudades enteras (ya a mediados del s. II, en época de Marco Aurelio, hubo otra pertinaz peste), fueron desastrosos para la población rural. La falta de mano de obra esclava se sintió en Occidente, pero no en Oriente.
El ejército, falto de nuevos reclutas desde mediados del siglo II, alistó bárbaros, lo que produjo la barbarización del ejército ya en el siglo III. La falta de mano de obra se agravó en elsiglo IV por la valoración cristiana de la castidad, y por el control de la natalidad, ya que las mujeres no querían tener más que un hijo. Sin negar que hubo períodos en que el déficit de mano de obra fuera grande, los historiadores actuales no consideran que fuera una causa determinante de la decadencia del Imperio.
Muchos historiadores consideran que los problemas políticos internos debilitaron económica y militarmente a Roma, y que ello permitió a sus enemigos externos derribar «un edificio podrido».
La obra de Ramsay MacMullen Corruption and the Decline of Rome (Binghampton, 1988) es novedosa por el análisis cuantificado de algunos aspectos de la decadencia de Roma y la incorporación crítica de nuevos materiales. Hace una gran labor de sociología histórica, analizando las relaciones entre los distintos grupos sociales, concluyendo que algunos grupos sociales llegarían a constituirse en enemigos internos del Imperio: desertores, rebeldes, bandidos, etc.
Considera que el factor clave del «fracaso del Bajo Imperio» fue que, a medida que se iba volviendo más burocrático (la alta administración pasó de unos 200 cargos a 6000 entre Trajano y Teodosio el Grande) y «totalitario», el poder absoluto iba escapando de manos del Emperador en favor de los funcionarios civiles y militares. Estos solo velaban por sus intereses personales, lo que llevó a la corrupción, los abusos de poder y la creciente incapacidad para enfrentarse adecuadamente a los problemas administrativos y militares. Los factores favorecedores de esta corrupción habrían sido los favores y la violencia coercitiva por parte del Gobierno, la ambigüedad de las leyes, el «totalitarismo» y el aislamiento del emperador.
El efecto más notable sería el deterioro del ejército, con la barbarización de la tropa y la oficialidad, la falta de equipo militar y la corrupción de la clase dirigente. Bajo el mando de emperadores fuertes, la nave del Estado se mantenía firme, pero con el ascenso al poder de personajes débiles como Honorio, declinó rápidamente, lo que llevaría al caudillismo, encarnado en grandes «espadones» como Estilicón o Aecio.
Para el economista austriaco Ludwig von Mises la caída del Imperio fue causada por la manipulación de la moneda realizada con objeto de enriquecer al Estado y una legislación creciente que regulaba el mercado. En su tratado La acción humana Mises sostenía que «apelar a la coacción y compulsión para invertir la tendencia hacia la desintegración social era contraproducente ya que la descomposición [del Imperio] precisamente tenía sus orígenes en el recurso a la fuerza y la coacción. Ningún romano fue capaz de comprender que la decadencia del Imperio era consecuencia de la injerencia estatal en los precios y del envilecimiento de la moneda».[52]
Entre las medidas regulatorias que habían tomado los emperadores romanos estarían el castigo a quien osara abandonar la ciudad, la nacionalización del comercio de grano, la regulación de los precios agrícolas y del sector naviero (generando escasez), y el aumento y la creación de nuevos impuestos especialmente desde el siglo III (sobre herencias y bienes para sufragar los gastos militares, la creación de espectáculos y obras públicas, para la pensión de soldados veteranos). A esto se sumaría un constante envilecimiento de la moneda para adquirir mayores beneficios de «señoreaje» (diferencia entre el valor nominal de la moneda y sus costes de fabricación).
Moses Finley en The Ancient Economy (Londres, 1985) plantea la importancia del desinterés. La polarización social y la acumulación de inmensos patrimonios en unas pocas manos aristocráticas provocaría que el dinero permaneciera ocioso por falta de incentivo. Además, los nuevos ricos no tendrían un verdadero afán de crear capital y producir riqueza, sino de adquirirla e imitar el modo de vida de la clase dominante. Los objetivos económicos no serían fines en sí mismos, sino medios de promoción política y social. Una vez alcanzados, se trataría de mantener el nivel de vida. Asimismo, al ser la tierra la base de la riqueza y no producirse progreso técnico alguno, el crecimiento económico, la productividad y aún la eficiencia se habrían estancado.
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