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Catastro de Ensenada De Wikipedia, la enciclopedia libre
El Catastro de Ensenada[1] es el nombre que recibe la minuciosa averiguación a gran escala de los habitantes, propiedades territoriales, edificios, ganados, oficios, rentas, incluidos los censos; incluso de las características geográficas de cada población que, desde 1749, se realizó en los 15 000 lugares con que contaba la Corona de Castilla (entre los que no estaban los de las provincias vascas, por estar exentas de impuestos).[2][3] Se trata de la más exhaustiva encuesta disponible sobre Castilla a mediados del siglo XVIII.[1] Fue ordenada por el rey Fernando VI a propuesta de su ministro el marqués de la Ensenada. El objetivo era la recaudación de impuestos, pero subsidiariamente se obtuvo información demográfica y económica. El Catastro de la Ensenada se elaboró a partir de un cuestionario que contenía 40 preguntas que debían responder los vecinos o una representación de los mismos. Se considera que este censo pertenece a la época preestadística. Presenta una clasificación por edades y sexos imprecisa, básica e irregular que solo recoge a las provincias de la Corona castellana, excluyendo las exentas y las de la Corona de Aragón.[1]
Las respuestas generales de los pueblos al interrogatorio de cuarenta preguntas del catastro (que se tabularon y verificaron con todas las prevenciones posibles para evitar las ocultaciones o desviaciones que podían imaginarse, y que aun así sin duda se produjeron) proporcionan un volumen de documentación abrumador, que sigue dando oportunidad a los historiadores para analizar, a través de una excelente radiografía, la economía, la sociedad, la práctica del régimen señorial e incluso el estado del medio ambiente; y es desde luego la mejor estadística disponible en el contexto europeo del Antiguo Régimen, que podemos considerar pre-estadístico.[4]
1ª—Cómo se llama la Población.2ª—Si es de Realengo o de Señorío: a quién pertenece: qué derechos percibe y quánto producen.
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4ª—Qué especies de Tierra se hallan en el Término; si de Regadío, y de Secano, distinguiendo si son de Hortaliza, Sembradura, Viñas, Pastos, Bosques, Matorrales, Montes, y demás que pudiere haber, explicando si hay algunas que produzcan más cosecha al año, las que fructificaren sólo una, y las que necesitan de un año intermedio de descanso. ...
21ª—De qué número de Vecinos se compone la Población, y cuántos en las Casas de Campo, o Alquerías.
22ª—Cuántas Casas habrá en el Pueblo, qué número de inhabitables, cuántas arruinadas: y si es de Señorío, explicar si tienen cada una alguna carga que pague al Dueño por el establecimiento del suelo, y cuánto.
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29ª—Cuántas Tabernas, Mesones, Tiendas, Panaderías, Carnicerías, Puentes, Barcas sobre Ríos, Mercados, Ferias, etc. Hay en la Población y Término: a quién pertenecen, y qué utilidad se regula puede dar cada un año.
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Si hay Hospitales... Cambista, Mercader de por mayor... Tendero de Paños, Ropas de Oro, Plata, y Seda, Lienzos, Especería, u otras Mercadurías, Médicos, Cirujanos, Boticarios, Escrivanos, Arrieros... ocupaciones de Artes mecánicos... como Albañiles, Canteros, Albéytares, Herreros, Sogueros, Zapateros, Sastres, Perayres, Tejedores, Sombrereros, Manguiteros, y Guanteros, etc., explicando en cada Oficio de los que hubiere el número que haya de Maestros, Oficiales, y Aprendices; y qué utilidad le puede resultar, trabajando meramente de su oficio, al día a cada uno.
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35ª—Qué número de Jornaleros habrá en el Pueblo, y a cómo se paga el jornal diario a cada uno.
36ª—Cuántos Pobres de solemnidad habrá en la Población.
La palabra «catastro» significa averiguación o pesquisa. También se aplica a la forma de averiguación, porque se realizó desplazándose a los lugares catastrados un grupo de funcionarios que la dirigían. Por el contrario, si el rey encomendaba a las autoridades del pueblo que fuesen ellas las que lo averiguasen, se hablaba de amillaramiento.[5]
Derivaba el Catastro del Proyecto de única contribución, sometido al estudio y dictamen de dieciséis miembros de los Consejos de Castilla, Hacienda, Indias y Órdenes militares, y también al de cinco intendentes y el regente de la Audiencia de Barcelona. Con el dictamen negativo de los Consejos y positivo de los Intendentes, el monarca consideró conveniente a los intereses de la Corona y los Vasallos poner en marcha la averiguación catastral. Su decisión se plasmó en el real decreto de 10 de octubre de 1749 (el día siguiente, el de la administración directa de las rentas por cuenta de la Real Hacienda a partir del siguiente 1 de enero, y el día 13 el restablecimiento de la Ordenanza de Intendentes, que se convertirán en las primeras autoridades provinciales). El decreto se promulgó junto con una Instrucción de cómo habría de hacerse el Catastro, a la que se agregaron una serie de modelos o formularios de cómo habría de recogerse la información obtenida en las averiguaciones. Otros modelos deberían servir a todos los vecinos como guía para hacer sus memoriales (declaraciones de familia y bienes).
Las llamadas Contadurías de Rentas Provinciales, es decir, las de las rentas que se querían sustituir por la única contribución, incrementaron durante unos años su personal de sus dos o tres empleados habituales a más de cien para ocuparse de las funciones catastrales que les encomendó la Real Junta de Única Contribución.
De todo el conjunto de ingresos de la monarquía eran las llamadas rentas provinciales (un conglomerado muy complejo formado principalmente por las alcabalas, los millones, los cientos, el derecho de fiel medidor, las tercias reales, etc.) las que se pretendía incluir en una única contribución proporcional a la riqueza de cada uno, que se pretendía conocer mediante el Catastro.
Desde una doctrina económica muy moderna para la época (comparable ya no al mercantilismo, sino a la fisiocracia), se percibían como antieconómicas para el propio estado, además de muy gravosas e injustas, pues recaían únicamente sobre la parte productiva de la población: el común o pueblo llano, pues nobleza y clero, que ya se libraban de otros impuestos por razón de su condición privilegiada, también se libraban de estos por disponer de cosechas propias y no tener que acudir a los puestos públicos, que era donde se cobraban casi todos estos gravámenes, especialmente los millones y los cientos. Recaían sobre los pecheros (contribuyentes no privilegiados) y dificultaban la inexistente libertad de comercio por los continuos aforos, reaforos, calas, catas y registros, portazgos, pontazgos y puertos secos que imponía el sistema.
Por otro lado, también era antieconómica la dispersión y forma de cobro de las rentas provinciales: un desordenado conjunto de servicios y regalías se recaudaban mediante sobreprecios y sisas —la octava parte, la octavilla u octava de la octava— aplicados a las compras y consumos de una multiplicidad de géneros alimenticios y artículos de consumo tanto de primera necesidad como de lujo. Por dar una idea, se enumeraban: vino, vinagre, aceite, carne, velas de sebo, chocolate, azúcar, papel, pasa, jabón seco, especería, goma, polvos azules, cotonías y muselinas.
El destino final de todo este esfuerzo administrativo no fue una sustancial reforma de la hacienda. Las resistencias de los privilegiados a alterar su situación lo hicieron imposible. El hecho de que en Francia una historia similar desencadenase la revolución, mientras que en España pasase en silencio nos habla del desigual estado de la transición del feudalismo al capitalismo en uno y otro reino.
A la vez que se hizo el catastro se confeccionaron otros documentos complementarios:
En 1749, la Real Junta de Única Contribución mandó realizar un Vecindario a partir de los datos del Catastro. Este documento resultó fundamental, pues no se disponía de información ni actualizada ni fiable de la población de la Corona. Los dos últimos recuentos de población eran de 1591 (en tiempos de Felipe II) y 1717, año en que se hizo el llamado Vecindario de Campoflorido, muy imperfecto.
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