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Los pueblos indígenas llamados cahítas habitaron los actuales estados mexicanos de Sinaloa y Sonora, entre los ríos Mocorito y Yaqui. A pesar de tener una cultura menos desarrollada que los pueblos ubicados más al sur, como los tahues y los totorames, ha quedado mayor información sobre ellos, debido a la labor evangelizadora llevada a cabo por los misioneros jesuitas, que redactaron numerosas relaciones que al día de hoy se conservan.
Eran grupos seminómadas, sin un asentamiento fijo, pero se desplazaban por un territorio que defendían como propio. Aunque tenían elementos culturales comunes, los españoles los diferenciaron en subgrupos según la zona que habitaban o por la lengua que hablaban. Las lenguas pertenecían a la familia de lenguas uto-aztecas, pero la variedad de dialectos de las mismas permitió a los jesuitas distinguir naciones, palabra con la que designaban a un grupo indígena unificado en su lengua. Los jesuitas señalaron cinco naciones principales entre los cahítas, consideradas más importantes por el crecido número de familias que las formaban: sinaloa, ocoroni, zuaque, mayo y yaqui. Las tres primeras tenían sus territorios en los valles de los ríos Sinaloa y Fuerte; los mayos y los yaquis ocupaban territorios en los valles de los ríos que hoy llevan su nombre, precisamente: Mayo y Yaqui, cuyos cauces atraviesan el estado de Sonora.[1]
Algunos de los pueblos cahítas que existieron en el estado de Sinaloa fueron los sinaloas, ahomes, ocoronis, bacoregüis, comoporis, basopas, níos, comanitos, bacubiritos, terabuitos, batacaris (o batucaris), tehuecos, zuaques, zoes (o tzoes), huites, yecoratos y oguiras.
Los cahítas fueron parte del área cultural de Aridoamérica; sin embargo, compartieron ciertas similitudes con los pueblos mesoamericanos, tales como el desarrollo de la agricultura y la siembra de maíz, frijol, calabaza y chile. El territorio cahíta comprendía desde el río Mocorito al sur hasta el río Yaqui al norte, la Sierra Madre Occidental por el este y la costa del Pacífico por el oeste. Se distribuían demográficamente entre cinco ríos: Mocorito, Sinaloa, Fuerte, Mayo y Yaqui, pero no establecieron fuertes vínculos entre ellos, debido al carácter desconfiado que los distinguía. Cada comunidad vivía libremente formando su comarca.
Una población civilizada, como era la de los nahuas, pudo ejercer su influencia a través de sus contactos sobre los grupos y tribus de la región. Según el testimonio de los padres misioneros que evangelizaron la provincia de Sinaloa, desde el río Mocorito hasta el Yaqui había gran cantidad de lenguas; sin embargo, la lengua principal era la cahíta.
En 1593, había tres lenguas en el río Mocorito; seis en el río Sinaloa; una con dos dialectos en el río Mayo; una con un dialecto en el río Fuerte y otra más en el río Yaqui. Con el transcurso de los años, toda esa gama fue desapareciendo, hasta que predominó y se hizo universal el uso de la lengua cahíta desde el río Sinaloa hasta el Yaqui.
Su economía se basaba en una agricultura de subsistencia que practicaban en las riberas de los ríos. Para cultivar se valían de un palo o bastón plantador, recto, de más de un metro, con el que hacían un pequeño agujero para dejar las semillas. Al crecer el río, las tierras se inundaban y los indígenas esperaban entonces que las plantas crecieran y los frutos maduraran para recogerlos. Aprovechaban hasta dos cosechas al año, que correspondían a las dos crecidas anuales de los ríos. Sembraban maíz, calabaza, chile y frijol, pero no acostumbraban a almacenar, por lo que, si se perdía una cosecha, debían recurrir a la caza y la recolección para alimentarse.[1]
Sus constantes movimientos, que tenían como propósito la búsqueda de las riberas de los ríos y los lugares propicios para la siembra, así como sus desplazamientos cuando agotaban los recursos de una zona, se explican por la forma que tenían de practicar la agricultura.
Se organizaban en grupos de familias unidas por lazos de parentesco. Vivían insertados en un tipo de organización social básico, donde no reconocían más autoridad individual que la del caudillo militar en tiempos de guerra. La mayoría de estos indígenas eran monógamos, a pesar de que se permitía la poligamia y se aceptaba la disolución de la pareja, lo que ocurría frecuentemente.[1]
Un rasgo cultural muy marcado del pueblo cahíta era su belicosidad. Esta característica lo distinguía de otros pueblos de la región, como los tahues y los totorames. Sus principales armas eran la flecha, el arco y la macana; la flecha se fabricaba con una punta endurecida al fuego y se impregnaba de veneno, para darle mayor efectividad. Tenían por costumbre entrar al combate gritando y presentarse con el rostro y el cuerpo pintados y con adornos de plumas. Se valían de tácticas militares como trampas colocadas al paso del enemigo o los "albazos", es decir, ataques sorpresivos al alba.[1]
La decisión de entrar en guerra era tomada por los adultos varones. Con este motivo reunían a la población y escuchaban el consejo de los ancianos y de los guerreros experimentados; fumaban tabaco, danzaban y bebían bebidas espirituosas, y luego cambiaban argumentos a favor y en contra de la guerra. El principal propósito de las guerras era recuperar las tierras ocupadas por otras tribus o resarcirse de un agravio. Después del triunfo en la batalla, celebraban la victoria comiéndose el cuerpo de algún enemigo de manera ritual; así pues, se elegía a quien se hubiera distinguido en la batalla por su coraje.
El pueblo cahíta adoraba fuerzas naturales como el viento, el agua, la tierra, el rayo y el mar, a las cuales ofrendaba para pedirles buenas cosechas, una pesca abundante o una fructífera recolección. Sin embargo, creían en la existencia de un ser superior a todas estas fuerzas y que estaba por encima de todo lo creado. Sus ceremonias eran simples, sin rituales. Prestaban una atención especial a los curanderos, quienes administraban los remedios a los enfermos de manera eficaz, ya que tenían amplios conocimientos de herbolaria. Sus prácticas terapéuticas se rodeaban de ritos religiosos, por lo que los jesuitas llamaron hechiceros a estas personas, que actuaban como líderes políticos por el prestigio del que gozaban dentro del grupo.[1]
Vivían en chozas de varas, lodo y palma, como las de los tahues, construidas en sitios seguros, fuera del alcance de la creciente del río, pero cerca de las sementeras. El carácter práctico de su vivienda les permitía mudarse fácilmente cuando las circunstancias lo requerían, pues eran escasos los objetos que tenían que transportar, y las chozas se construían de nuevo en el lugar escogido.[1]
Eran alfareros; fabricaban objetos de cerámica de utilidad diaria y también para ritos funerarios, además de que elaboraban figurillas para otros fines como silbatos, y guardaban espacio en las patas de las ollas para introducir pequeñas bolas dentro que hacían sonidos al moverlas.
Practicaban el hilado y tejido de algodón, por ser una planta silvestre en la región. Solían usar mantas tejidas como vestidos, aunque entre los hombres lo más común era la desnudez, y entre las mujeres el uso de faldones de algodón o de gamuza.
Practicaban el juego de la pelota, muy difundido entre los pueblos mesoamericanos, que exigía fortaleza y habilidad. También gustaban de los juegos de azar, en los que apostaban sus pertenencias como mantas, adornos de concha o pieles.[1]
Los jesuitas transformaron el territorio cahíta para convertirlo en tierra de misiones o frontera estratégica de la expansión europea. Esta conversión del territorio trajo consigo el cambio del paisaje y de la geografía social. Los misioneros jesuitas modificaron el patrón de los asentamientos indígenas, que antes consistía en comunidades dispersas, por un modelo centralizador. Sin dejar la práctica tradicional de establecerse en las tierras ribereñas, la nueva tendencia fue la disminución del número de rancherías. Muchas de ellas se quemaron para poder reubicar a las poblaciones indias. Se utilizaron gran diversidad de métodos de convencimiento, desde los más sutiles hasta el uso de las armas.[2]
La primera mitad del siglo XVII fue de relaciones pacíficas y de aceptación entre las naciones cahítas y los nuevos pobladores. Época de fervor religioso misional y de consolidación de la infraestructura jesuita. Con el establecimiento, de manera permanente, de más pobladores novohispanos, el territorio cahíta se convirtió en una región agrícola y ganadera, abastecedora no solo de los nuevos asentamientos fronterizos, sino también de los centros mineros cercanos, como el real de Álamos, en Sonora, o lejanos, como el Parral, en Chihuahua.
Conforme iniciaba el siglo XVIII, los cuestionamientos al sistema misional jesuítico aumentaron. Por un lado, los indígenas se quejaban de maltratos, vejaciones, falta de pago de salarios, de rechazo a la vida misional, de la falta de libertad de movimiento, entre otras cosas. Por otro lado, los choques con el obispado de Durango se vieron cada vez más agudizados por la falta de clérigos seculares en la región. Los levantamientos de los indios en la provincia de Nuevo México, o de los tarahumaras en las provincias vecinas, anticiparon los brotes de rebeldía y rechazo a la presencia española y novohispana en tierras cahítas, protagonizadas por yaquis, mayos y fuerteños.
Militares, autoridades reales y propietarios de ranchos y haciendas, cada vez con mayores argumentos, exteriorizaron el obstáculo en el que se habían convertido las misiones para un mayor poblamiento novohispano de la región, demandaron la secularización de las mismas, el reparto de tierras y que se permitiera a indios y pobladores novohispanos vivir mezclados. Esa demanda se convirtió en el hilo conductor de la política de poblamiento en todo el imperio, después de la Pragmática Sanción de 1767.
Después de la conquista del noroeste del país, los cahítas desaparecieron por la propia guerra y por epidemias; los sobrevivientes se mezclaron con los españoles. Algunas de sus comunidades se convirtieron en actuales localidades de estados mexicanos, tales como Mocorito, Tamazula, Guasave, Nio, Chicorato, Ocoroni, Ahome, Mochicahui, Sinaloa y Choix, en Sinaloa, y Etchojoa, Masiaca, Bácum y Cócorit, en Sonora.[3]
Los únicos pueblos indígenas cahítas actuales son los yaquis, que viven en el valle del río Yaqui, en el estado de Sonora, y los mayos, que viven en el valle del río Mayo (Sonora) y en el valle del río Fuerte (Sinaloa).
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