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El Mariscal Jorge Robledo (*Baeza, Jaén, España, 1500 (aprox.) - † Pácora, Colombia, 5 de octubre de 1546), fue un militar y conquistador español de origen Andaluz. Era de familia noble, aunque pobre, recibió la educación correspondiente a los hidalgos sin fortuna, destinados a servir en los ejércitos reales, figura en la historia de Colombia como el "Conquistador de Antioquia".
Jorge Robledo | ||
---|---|---|
Lealtad | España | |
Rango militar | Conquistador | |
Conflictos | Conquista de Antioquia |
En el grupo de los más notables conquistadores del territorio que forma la República de Colombia se destaca, con la triple aureola de virtud, heroísmo y martirio, la noble y simpática figura de don jorge Robledo, el infortunado mariscal de Antioquia. Como el valeroso y abnegado Vasco Núñez de Balboa, y casi a su misma edad, recibió por premio de sus grandes servicios y sacrificios, la últimas caricias del verdugo con el infamante cartel de los condenados por rebeldes y traidores.
Los nombres de Pedradas Dávila y Sebastián de Belalcázar llevarán siempre a la memoria de todas las generaciones el tremendo anatema de la historia por estos asesinatos ejecutados con aparato de justicia, y que no fueron otra cosa que indignas venganzas impulsadas por menguadas pasiones.
El primero tuvo, al menos, la generosidad de otorgar a su víctima las consideraciones y respetos debidos a su rango y posición; y su cadáver mutilado recibió segura sepultura. No sucedió así al mariscal Robledo. A este se le negó el derecho de ser tratado como noble; y estrangulado por vil aparato de garrote, su cadáver fue devorado por los indios que él mismo había sometido derramando su sangre. Esta crueldad hace más odiosa la conducta de Belalcázar para con el noble y generoso mariscal. Ubeda y Baeza son dos pequeñas poblaciones de España que tienen relación con la conquista de la provincia de Antioquia. La primera fue cuna de don Andrés Valdivia, el atrevido cuanto desgraciado conquistador de los nutabes; en la segunda nació don Jorge Robledo en uno de los primeros años del siglo XVI.[1] Ambos dejaron sus carnes en los vientres de los salvajes, y sus huesos, el primero en la loma de Cacamí, cerca del pueblo que lleva hoy su nombre; y el segundo, en Pozo, donde se levanta la hermosa y simpática ciudad de Salamina.[2] De familia honorable, aunque pobre, recibió don Jorge la educación correspondiente a los hidalgos sin fortuna, destinados a servir en los ejércitos imperiales que paseaban por Europa los pendones del César Carlos V.
Sus notables talentos y cualidades superiores se revelan en todos los actos de su heroica vida de conquistador y guerrero. Ninguno en la historia de la conquista de Colombia ha dejado un nombre más puro y más simpático que el infortunado mariscal de Antioquia.
Muy joven pasó a servir como soldado en los ejércitos que luchaban en Italia contra los franceses; y en1526 ya se hallaba de regreso en su patria. En 1528, con algunos compañeros, también veteranos, se enroló en una expedición con destino a Méjico, que era entonces el país que llenaba las aspiraciones de los valerosos y atrevidos aventureros españoles. Sirvió por algún tiempo en este país, y en 1530 ya le encontramos en la naciente ciudad de Guatemala sirviendo bajo las órdenes de don Pedro Alvarado con el título de capitán.
En el año de 1534 don Pedro de Alvarado, el más notable capitán de Hernán Cortés en la conquista de Méjico, y fundador de Guatemala, condujo una brillante y numerosa expedición con el objeto concurrir a participar de la conquista del Perú, cuya fama bacía palpitar de entusiasmo los corazones de todos los descubridores del Nuevo Mundo.
A tiempo de su llegada a este territorio, Sebastián de Belalcázar se hallaba empeñado en la conquista de la comarca de Quito; y al tener noticia de la expedición de Alvarado, salió al encuentro con todas sus fuerzas y se preparó a resistirle. Notificado de esto Francisco Pizarro, quien se hallaba en el Cuzco, envió a Diego de Almagro con fuerzas en auxilio de su teniente Belalcázar.
En vista de esta resistencia, el capitán Alvarado convino en celebrar un tratado, que tuvo su ejecución en Ríobamba, por el cual quedaron todos los elementos de su expedición en poder de los jefes peruanos en cambio de una gran cantidad de oro; y sus soldados entraron a gozar de los derechos de conquistadores de allí en adelante.
Entre los muchos y notables capitanes de Alvarado que quedaron en el Perú, figuró Jorge Robledo. Unos siguieron con Almagro a la conquista de Chile; y Robledo, Juan de Ampudia, Pedro de Añasco, Francisco García de Tobar y otros tomaron servicio bajo las órdenes de Belalcázar, con quien asistieron a la conquista y fundación de las ciudades de Quito, Guayaquil, Popayán y Cali.
Robledo quedó entre los fundadores de esta última ciudad, fundada el 25 de julio de 1536 en el valle de Lile. En el año de 1537, después de la fundación de la ciudad de Popayán, Belalcázar regresó a San Francisco de Quito, con el objeto de allegar recursos con qué emprender una expedición al país de Cundinamarca, en demanda de El Dorado, cuya existencia le fue comunicada en Loja.[3]
Al emprender esta, en el siguiente año, dejó la dirección de las colonias de Popayán y Cali, respectivamente, a Francisco García de Tobar y a Miguel López Muñoz. Los naturales de Cali o Lile, menos belicosos o de carácter más suave, presentaron pocas resistencias y se sometieron con alguna facilidad a los conquistadores. No sucedió así respecto de los naturales de la comarca de Popayán. Sus jefes, Calambar y Popayán, escarmentados muchas veces en sus tentativas de arrojar a los españoles del territorio, ocurrieron, como extremo remedio, a privarles de los recursos de subsistencia.
Con este objeto ordenaron a sus súbditos suspender las labores agrícolas, lo que trajo por resultado, a los pocos meses, la tremenda calamidad del hambre con todos sus honores, y de que fueron victimas los mismos indios, quienes llegaron al extremo de devorarse unos a otros.
En tan crítica situación, los colonos de la ciudad de Popayán fueron favorecidos por los de Cali, quienes enviaron abundantes recursos que condujo el capitán Jorge Robledo, cuyos servicios de todo género en esta ocasión fueron gratamente estimados por los pobladores de Popayán, Aquí permaneció Robledo por algunos meses.
En los últimos meses del año de 1538 llegó a Popayán el capitán Lorenzo de Aldana, enviado por Francisco Pizarro para investigar la conducta de su teniente Sebastián de Belalcázar, quien se había avanzado demasiado al norte de Quito, sin dar para ello razones plausibles a su jefe; y temiendo este alguna deslealtad, comisionó a Aldana para que le aprehendiese y tomase a su cargo esta expedición.
Llegó Aldana en las críticas circunstancias creadas por el hambre, y, secundado activamente por el capitán Robledo, logró vencer esta calamidad. Noticioso de la marcha de Belalcázar y de la imposibilidad de darle alcance, con cuyo objeto envió en su persecución al capitán García de Tobar, se hizo cargo del gobierno de las colonias de Popayán y Cali, como teniente general del marqués Francisco Pizarro, gobernador del Perú. En los primeros días del siguiente año, 1539, tuvo noticia de la llegada a Cali de una expedición originaria de Cartagena de Indias, al mando del licenciado don Juan de Badillo, oidor de la real audiencia de Santo Domingo en la isla Española.
Este valeroso cuanto atrevido descubridor había venido a Cartagena de Indias como juez de residencia del adelantado don Pedro de Heredia y tomado el gobierno de esta Provincia, entretanto que éste pasaba a España a defenderse de los cargos acumulados, contra su gobierno. La conducta que observó Badillo en el desempeño de su encargo dio motivos para temer una severa residencia, y determinó sustraerse a ella organizando una numerosa expedición en compañía del capitán Francisco César, con el fin de trasladarse por tierra al Perú.
Desde Sebastián de Urabá se dirigió directamente al sur, y atravesando la sierra de Abibes, el río Guacuba y los territorios de Goaca o Nertibara, Tuatoque, Nabuco, Buriticá, Iraca, Cori, Caramanta, Umbía y Gorriones, llegó hasta Cali, donde fue detenido por el capitán Miguel López Muñoz, quien dio de ello oportuno aviso al teniente general Aldana.
Este prohibió a Badillo continuar con su expedición, lo puso preso y lo remitió a la Audiencia de Panamá bajo la custodia del capitán Francisco Hernández Girón, y sus soldados quedaron incorporados entre los colonos de Cali y Popayán.
Acrecentado en más de cien el número de los pobladores de estas ciudades, y estando ya repartida la tierra entre los primeros conquistadores, determinó Aldana ampliar las conquistas por el norte de Cali para acomodar a los recién venidos, aprovechando el conocimiento del territorio, adquirido por éstos, en la campaña del licenciado Badillo.
Para conducir la expedición encargada de llevar a efecto esta conquista, nombró al capitán Jorge Robledo y le invistió con los títulos de teniente gobernador y capitán general en nombre del marqués don Francisco Pizarro, gobernador del Perú. Salió de Cali esta expedición el 14 de julio de 1539, compuesta de cien hombres de a pie y de a caballo y de algunos indios y negros de servicio; conducía gran cantidad de víveres y algunos ganados.
Después de permanecer dos días en el pueblo indígena de Vijes, siguieron por tierra los soldados, y los indios y negros con los bagajes, embarcados en balsas y canoas por el río Cauca.[4] A los ocho días de marcha ocupó un pueblo grande de los indios gorrones, donde permaneció tres días proveyéndose de víveres, que halló en abundancia, y recibiendo la sumisión de algunos caciques.[5]
Continuó por ocho días más, y llegó a un pueblo situado en la orilla del río, que los soldados denominaron de Palomino, por haber muerto aquí un soldado de este nombre, de la expedición dé Badillo. Como aquí el río hacía una gran vuelta que le separaba del camino que debían seguir, fueron desembarcados los bagajes, y todos los expedicionarios siguieron por tierra hasta entrar, dos días después, en la comarca indígena de Umbía.
Esta comarca había recibido el nombre de Etuserma, de los expedicionarios de Badillo, de la palabra anser, que significaba sal, de que había grande abundancia. Estaba densamente poblada y cultivada con esmero, de manera que los españoles hallaron subsistencia para muchos meses. Esto determinó al capitán Robledo a fundar una ciudad que debía servir de centro a sus ulteriores conquistas.
Antes de llevar a efecto su propósito, hizo reconocer el territorio por sus capitanes para buscar sitio aparente y calmar la agitación de los indios, quienes habían abandonado sus habitaciones y sementeras y huido a los bosques a la aproximación de los españoles. Robledo usó para con ellos de todo género de halagos, agasajos, dádivas y promesas, y al fin obtuvo que se familiarizasen con los conquistadores y les proporcionasen auxilios y recursos sin tener necesidad de sufrir ningún atropello.
Esta conducta de bondad, dulzura y generosidad para con los, indios, constituyó el carácter distintivo del capitán Robledo, que le proporcionó inmensas ventajas en todas sus campañas. En Anserma, sobre todo, obtuvo los más favorables resultados, pues los indios tornaron prontamente a sus habitaciones y labores, y consagraron a este jefe todas sus simpatías, respeto y casi adoración, como lo veremos más adelante. Por otra parte, esta conducta comunicada. por los indios de la comarca a sus vecinos, facilitó las posteriores conquistas.
Una de las partidas enviadas a recorrer el territorio, mandada por el capitán Ruiz Vanegas, regresó al campamento con la nueva de haber avistado una partida de españoles que venían de Cartagena de Indias a órdenes de un capitán y de un teniente gobernador.
Robledo reunió inmediatamente todas sus fuerzas, avanzó hasta ocupar una posición ventajosa, y se preparó a la resistencia en caso de hostilidad. En seguida envió al mismo capitán Vanegas a requerir a los jefes de aquella fuerza para que reconociesen su autoridad y la del marqués Francisco Pizarro, en cuyo nombre obraba. Entretanto, para asegurar los derechos de su conquista, ocupó el pueblo del cacique Guarma, y fundó aquí una ciudad el día 15 de agosto de este año, 1539, la que denominó: Santa Ana de los Caballeros de Anserma.
Diole por límites: por el sur, la tierra de los gorrones; por el norte, hasta Buriticá, y por oriente y occidente, treinta leguas por cada parte. Nombró alguacil mayor a Rui Vanegas, y alcaldes a los capitanes Suer de Nava y Martín de Amoroto. Así preparado, esperó la llegada de los extranjeros.[6]
Dos días después regresó Vanegas acompañado de algunos soldados de la nueva expedición, cuyos jefes, Juan Graciano y Luis Bernal, enviaban a manifestar al capitán Robledo el reconocimiento de su autoridad y el motivo de su venida de Cartagena, que era el de perseguir y aprehender al licenciado Badillo de orden del gobernador de esta provincia.
Puede imaginarse el gozo de los soldados al abrazar a sus camaradas de la conquista de Cartagena. Estos eran cien, y la mitad de ellos quedó sirviendo a las órdenes de Robledo. Los demás, con sus jefes, siguieron para Cali con auxilios que éste le proporcionó. Cuando el licenciado don Juan de Badillo abandonó el gobierno de la provincia de Cartagena para emprender la expedición de que antes hemos tratado, la audiencia de Santo Domingo envió, para reemplazarle y tomarle residencia, al licenciado Antonio de Santacruz, uno de sus oidores. Este dispuso inmediatamente su persecución, a cuyo efecto ordenó que el teniente Luis Bernal y el capitán Juan Graciano, con cien hombres, siguieran sus huellas hasta aprehenderle y conducirle a Cartagena.
Esta fue la expedición que encontró con Robledo en territorio de Anserma. Como se comprende, nada pudieron obtener porque ya Badillo había seguido para Panamá. Inmediatamente que Graciano y Bernal siguieron para Cali, el capitán Robledo trasladó la ciudad a paraje más conveniente, hizo los nombramientos de regidores y demás empleados, trazó los solares y repartió el territorio entre los conquistadores.
Para continuar los descubrimientos, envió al capitán Suer de Nava con cincuenta soldados al territorio de Caramanta, situado al norte de Anserma. Este regresó al cabo de sesenta días, e informó haber reconocido gran número de pueblos belicosos, donde tuvo que sostener rudos combates en que perdió dos caballos y le hirieron algunos soldados. En el pueblo de Caramanta halló muchas fundiciones de oro y gran cantidad de este metal.[7]
Entretanto que Suer de Nava llevaba a efecto esta campaña, el capitán Robledo recorrió la comarca para asegurar la obediencia de los caciques indios. Uno de éstos, llamado Ocuzca, no quería someterse a pesar de la súplica de sus amigos y súbditos. Con grandes dificultades consiguió Robledo que se le presentase en su campamento, lo que verificó con grande aparato y numeroso acompañamiento. El capitán le recibió con toda clase de consideraciones, pero disimuladamente le mantuvo en prisión con todas sus mujeres y servidumbre, y le llevó a la ciudad, a caballo, como lo deseó el cacique, y lo alojó cómodamente.
Mas aprovechando una noche de horrenda tempestad, logró fugarse a las montañas, y se unió con el cacique Umbruza para preparar una conspiración contra la ciudad, lo que, denunciado oportunamente, pudo prevenirse. Robledo devolvió al cacique sus mujeres y servidumbre con algunos obsequios, y éste huyó a la otra banda del río y no volvió a presentarse a los españoles por temor de algún castigo. Cuando Suer de Nava hubo regresado de su expedición a Caramanta, Robledo envió al capitán Gómez Hernández con cincuenta hombres a pie y algunos perros a reconocer el territorio denominado Chocó, situado al occidente de Anserma.
Este capitán atravesó la cordillera de Chamí, y después de muchas jornadas por terreno fragosísimo, llegó a las márgenes de un gran río que creyó fuese el Darién.[8]
Aquí se le presentaron numerosas partidas de indios atrevidos y valerosos, que le obligaron a retroceder, dejando un prisionero y varios soldados heridos que providencialmente escaparon de una muerte segura. La expedición regresó a Anserma a los cuarenta y cinco días de su salida. El capitán Robledo se dirigió entonces al pueblo de Irrá, cuyo cacique no se había sometido. Este pueblo se hallaba situado en la ribera izquierda del río Cauca, a cuatro leguas de distancia de la ciudad de Anserma y frente al territorio de Carrapa. Su cacique, con casi todos sus súbditos, se había trasladado a la otra banda del río, y Robledo ocupó la población.
Después de muchas conferencias, halagos y promesas, su cacique, llamado Cananao, se presentó de paz y obsequió al capitán con una vasija de oro de gran tamaño y considerable valor, informándole, al mismo tiempo, que de este metal había abundancia en la próxima comarca de Quimbaya.[9]
Robledo regresó a la ciudad y aseguró los nuevos repartimientos de la tierra, preparó la defensa de aquélla, dictó disposiciones de buen gobierno y determinó atravesar el río y continuar sus conquistas por la banda derecha de éste.
Con cien hombres a pie y a caballo atravesó el río, con auxilio de los indios, el día 8 de marzo de 1540 por el pueblo de Irrá, y entró en territorio de Carrapa.[10] Dejó a su espalda la comarca de Quimbaya y continuó por aquél, que ocupó durante ocho días, obteniendo favorables resultados en la pacificación de los indios, quienes no presentaron ninguna dificultad, y se manifestaron muy amigos de los españoles.
Pasó en seguida a otra comarca denominada Picará, donde permaneció siete días, bien recibido por los naturales, quienes le obsequiaron con grandes cantidades de oro. Aquí recibió informes de los crueles y valerosos indios que habitaban el territorio contiguo denominado Pozo, cuyos naturales mantenían frecuentes guerras con sus vecinos para devorarlos.
El 28 de marzo entró en esta última comarca, guiado por indios de Picará. Ocupaban los pozos elevadísimos cerros casi inaccesibles, cubiertos de bosque, cuya única senda estaba del lado de Picará. El ascenso se verificó lentamente, y en la altura se presentaron más de cuatro mil indios en actitud de combate, como se negaran resueltamente a oír palabras de paz, hubo necesidad de atacarlos. Su resistencia fue terrible; y al cargar el capitán Robledo, recibió una herida en un brazo, que le hizo caer la lanza. Al inclinarse para recogerla, fue herido con un dardo que le penetró profundamente un costado. Al ver esto los soldados, cargaron sobre los indios con formidable empuje causándoles horrible mortandad y derrotándolos completamente.
El capitán fue trasladado a una de de las casas del cacique, en gravísimo estado, y aquí permaneció por espacio de veinte días luchando entre la vida y la muerte con gran sentimiento de los soldados.
Repuesto felizmente de sus heridas, se trasladó, en una jornada, a otro pueblo denominado Pancora, donde fue recibido pacíficamente. Aquí ordenó al capitán Suer de Nava que pasase a dar un severo castigo a los de Pozo, lo que verificó éste causando gran carnicería y conduciendo muchos prisioneros, entre ellos un notable cacique llamado Titivama, a todos los cuales puso en libertad Robledo bien amonestados.
Ocho días permaneció en Pancora, y después de dos días de marcha entró en una comarca muy extensa, fragosísima y muy poblada, donde fue recibido por los naturales en actitud guerrera, cubiertos o adornados con planchas de oro que figuraban armaduras, por cuya razón los españoles les denominaron armados, cuyo nombre conservó este territorio, habiendo desaparecido el primitivo indígena, que se cree fuese el de Cocuyes, según Antonio de Herrera.
La resistencia de estos indios, a pesar de su número extraordinario, fue vencida fácilmente con el auxilio de los perros, y al fin vinieron de paz y proporcionaron a Robledo víveres en abundancia. En esta comarca visitó tres pueblos situados en ásperas lomas. De uno de ellos dio vista a otro grande, a bastante distancia, situado en la cima de una sierra, que se le dijo ser del cacique Martamá, el más poderoso señor del territorio. Envió a reconocerlo al capitán Hernán Rodríguez de Sousa, quien logró ocuparlo después de recia refriega con más de tres mil indios que defendieron el pueblo.
Avisado de esto el capitán Robledo, movió su campo y se aposentó en Martamá, cuyo cacique se le presentó de paz y le hizo valiosos obsequios de oro. Este pueblo era extenso, tenía numerosa población y estaba rodeado de grandes cultivos. Aquí permaneció sesenta y cuatro días, y entretanto envió al nombrado Rodríguez de Sousa a reconocer el territorio en dirección del norte siguiendo la proximidad del río Cauca.
Este regresó a los cuarenta y cinco días e hizo la relación de haber reconocido hasta cerca de un pueblo denominado Sinifaná y haber hallado en todo el territorio muy escasa población.[11] Con estas noticias determinó el capitán Robledo regresar por el mismo camino que había traído y conquistar la comarca de Quimbaya. En el tránsito fue recibido amistosamente por los indios, quienes le acompañaron en gran número, y llegó al límite de Carrapa, frente al pueblo de Irrá, desde donde penetró en territorio de Quimbaya.
Corría ya el mes de julio de 1540 cuando Robledo ocupó esta comarca, donde fue bien recibido de los naturales, debido a las favorables noticias que su expedición les habían comunicado los vecinos de Anserma. La comarca, muy extensa, bien cultivada y de magníficas condiciones para servir de centro de colonización, contenía numerosa población sometida a más de sesenta caciques que vivían en paz unos con otros.[12]
El capitán Robledo envió a recorrer el territorio a Suer de Nava y Rodríguez de Sousa, quienes regresaron a los pocos días con la nueva de haber hallado un hernioso valle muy poblado y bien cultivado, como lo deseaba el capitán, para fundar la nueva ciudad. Con estas noticias continuó su marcha en los primeros días de agosto, y cuando se preparaba a hacer la fundación, recibió, por conducto de un indio, una carta de Anserma, en que le comunicaban la llegada a Cali del adelantado don Pascual de Andagoya, nombrado por la corte gobernador del territorio, y quien le ordenaba pasar a Cali a reconocerle y dar cuenta de sus conquistas; así como también cambiar el nombre de la ciudad de Santa Ana por el de San Juan.
Esta noticia llevó la confusión al ánimo de Robledo, quien temió perder los esfuerzos hechos en los nuevos descubrimientos. Contestó la comunicación anunciando su regreso a Calí para dentro de algunos días, y procedió a la fundación de una ciudad en el pueblo que dominaba el cacique Tucurumbí, lo que verificó el día nueve de agosto del citado ario de 1540.
Púsole por nombre Cartago, por ser la mayor parte de sus soldados de los conquistadores de Cartagena de Indias, e hizo esta fundación en nombre del marqués don Francisco Pizarro, gobernador del Perú.[13]
Nombró alcaldes a Suer de Nava y Martín de Arriaga, alguacil mayor a Alvaro de Mendoza, ocho regidores y demás empleados. Repartió el territorio entre los conquistadores, demarcó solares y designó por patrono de la ciudad a San Jorge. En seguida preparó su regreso a Cali, como lo había prometido al adelantado Andagoya.
Don Pascual de Andagoya había venido a América en 1514 con Pedrarias Dávila y servido en la conquista de la provincia de Panamá. Después del sacrificio de Vasco Núñez de Balboa fue el primero que navegó en el Mar del Sur, llevando sus reconocimientos de la costa muchas leguas al sur del golfo de San Miguel; y publicó una relación de sus descubrimientos.
Algunos años después obtuvo de la corte capitulación para descubrir y colonizar el territorio comprendido entre el río San Juan y el golfo de San Miguel, con el nombre de provincia de San Juan y obteniendo para sí el título de adelantado.
En 1540, con una reducida expedición, penetró por una bahía que denominó Buenaventura, y siguiendo una senda que servía a, los indios del interior para comunicarse con el mar, llegó a la ciudad de Cali en mayo de este año. Lorenzo de Aldana, que gobernaba el territorio en nombre de Francisco Pizarro, no pudo objetar los títulos de Andagoya, considerando, como éste, que la ciudad de Cali estaba comprendida dentro de los límites señalados en la real cédula; y previas las protestas del caso, se retiró al Perú a dar cuenta de esto a su jefe.
Andagoya asumió en Cali el gobierno de la provincia de San Juan, y por esta razón dio las órdenes de que hemos hecho mención, al capitán Robledo. Aunque Andagoya llegó a Cali en el mes de mayo, este suceso no vino a conocimiento de Robledo hasta agosto, por haberse encontrado durante este tiempo ocupado en su expedición a Maitamá.
Al pretender Robledo regresar a Cali, halló obstinada oposición en los pobladores de la nueva ciudad que acababa de fundar, quienes veían en su separación un gran peligro para ellos; pues aún no estaban pacificados todos los indios de la comarca, y por la experiencia estaban persuadidos de que él era el único a quien los naturales amaban, respetaban y temían. Esto lo habían observado en Anserma cuando el capitán llevó su expedición hasta Maitamá.
Mas Robledo les hizo comprender la necesidad de este viaje para asegurar las conquistas en beneficio de todos, y la inconveniencia de entenderse con el gobernador por medio de cartas y mensajes. Además de esto, sus amigos de Anserma, entre ellos Rui Vanegas, le instaban por que emprendiese el viaje que debía ser en beneficio de todos sus compañeros, y le aseguraban de las favorables disposiciones del adelantado Andagoya.
Vencidos estos inconvenientes, dejó por su teniente en Cartago al capitán Álvaro de Mendoza, y el 20 de agosto se trasladó a Anserma, donde fue recibido por los colonos y los indios con inmenso regocijo. El 2 de septiembre, acompañado de seis jinetes, emprendió su regreso a Cali, donde llegó en siete días. Él gobernador, con los vecinos, salió a recibirle con todos los honores de capitán general, y le colmó de obsequios y atenciones; y fue, durante todo el tiempo de su permanencia en Cali, objeto de las más simpáticas manifestaciones.
El adelantado Andagoya renovó, confirmándolos, todos los poderes de que le había investido Aldana, como teniente gobernador y capitán general del territorio por él conquistado, y le prometió auxilios para que continuara sus campañas. Robledo permaneció en Cali más de quince días restableciendo su salud, muy alterada, y el 29 de septiembre emprendió de nuevo su campaña acompañado de treinta españoles y algunos indios y negros de servicio.
En el pueblo de Vijes se embarcó con veinte soldados en quince balsas, y el resto de la expedición siguió por tierra al mando del capitán Hernán Rodríguez de Sousa. Al cabo de quince días de trabajosa navegación por causa de las grandes crecientes del río, llegaron las balsas al pueblo grande de los gorrones, donde hacía dos días que le aguardaba Sousa con su gente. Aquí permaneció la expedición cuatro días, y el capitán envió a Juan de Ortega con otro soldado a dar aviso de su regreso a la ciudad de Anserma; y siguió la marcha en las mismas condiciones hasta llegar al pueblo de Palomino.
En esta localidad dispuso continuar navegando por la corriente del río para reconocer la comarca, y que la gente que iba por tierra siguiera directamente a Anserma, recomendando al capitán Rodríguez de Sousa que al llegar a esta ciudad encendiese fogatas en los cerros más elevados para él poderse orientar en su correría. Cuatro días navegó sin hallar indios ni poblado alguno, sufriendo escasez de alimentos, y atormentados los expedicionarios por los mosquitos. Desembocaron en varias localidades para buscar con qué alimentarse, aunque inútilmente, en medio de tupidos guaduales que encerraban el río en ambas orillas; y continuaron así, buscando una salida, por el curso del río.
Al cabo de siete días fueron sorprendidos por un ruido formidable producido por las rompientes del río en espantosa corriente. En incapacidad de retroceder, y acosados por el hambre, determinaron continuar la navegación, tomando el cuidado de enviar adelante una canoa con dos buenos nadadores para que, con una bandera, hiciera señales al llegar al peligro, para detener la marcha de las balsas.
Mas todo fue en vano: arrebatadas por la corriente canoa y balsas, rodaron con espantosa rapidez por más de dos leguas, llenándolos de pavor y considerándose perdidos, hasta que dieron en un inmenso remolino que formaba el río al estrellarse contra una roca de la orilla.
Aquí, girando vertiginosamente, se contuvieron las balsas y dieron lugar para proveer a su salvación con acertados artificios, sin haber perecido un solo soldado. Dos balsas que no fueron contenidas por el remolino, siguieron por más de una legua, y sus tripulantes se salvaron y vinieron a reunirse a los primeros.
Puestos en salvo de una manera providencial, dejaron los bagajes en la orilla del río al cuidado de algunos soldados y negros, y Robledo con los demás siguieron por intrincados guaduales en busca de terreno más despejado y de alguna población de indios. Con grandes penalidades anduvieron cerca de cien leguas, y encontraron una partida de soldados de Anserma que venían en su busca enviados por Rodríguez de Sousa. Todos rendidos y devorados por el hambre, continuaron su marcha por ocho leguas hasta que llegaron a un pueblo de indios llamado Angasca, cuyo cacique les recibió con la mayor cordialidad, les proporcionó toda clase de recursos y les auxilió con indios para conducir los bagajes desde la orilla del río.
Este pueblo estaba bien cultivado y sus habitantes como su cacique se mostraron dóciles y amables. Había aquí abundancia de perros mudos domesticados.
En Angasca permaneció la expedición por ocho días, los que aprovechó el capitán Robledo para reducir a muchos indios que vinieron de los contornos, quienes se mostraron muy amigos de los españoles. El 1 de noviembre, después de pocas jornadas, llegó la expedición a la ciudad de Anserma, donde se hizo al capitán un espléndido recibimiento por los colonos y los indios, quienes ansiaban por su regreso, pues a él únicamente reconocían por su señor. Durante su ausencia los principales caciques, Umbruza, Ocuzca, Guarma,Chapata y Umbia se habían sustraído a la obediencia de los españoles; pero al saber el regreso del capitán, concurrieron prontamente a prestarle obediencia y obsequiarle con manifiesto amor y respeto.
Este les recibió con la mayor cordialidad, atendió sus quejas y puso remedio a todo, de manera que la pacificación fue completa, en tal grado, que de allí en adelante los españoles podían recorrer el territorio con perfecta seguridad, en todas direcciones. Apenas hubo llegado a Anserma el capitán Robledo, vinieron emisarios de la ciudad de Cartago a comunicarle que durante su ausencia se habían rebelado los indios de Quimbaya, y pedían con grandes instancias su regreso a la ciudad. Robledo, antes de acudir al socorro de Cartago, quiso pacificar la comarca de Apía, que aún se conservaba alzada, y poner escarmiento a un joven cacique de veinte años, llamado Tucarma, que había cometido odiosos atentados contra indios sometidos a los españoles.
Aprehendido éste en territorio de Chapata, fue ahorcado después de minucioso juicio que siguió el mismo capitán. En seguida pasó a Apía, donde los naturales aceptaron la paz, a que contribuyó mucho el castigo dado al infeliz Tucarma. El día 2 de enero de 1541 atravesó Robledo el río por Irrá, que era el camino de la comunicación entre las dos ciudades, y ocupó el territorio de Cartago.
Los indios de Quimbaya, al tener noticia del regreso del capitán, salieron al encuentro con grandes muestras de regocijo y le acompañaron a la ciudad abriéndole el camino y proporcionándole toda clase de recursos. Grandes festejos hubo entre los españoles; renació la confianza y se fortalecieron los ánimos. Los indios de toda la comarca vinieron de paz a someterse voluntariamente con grande sorpresa de los soldados; y Robledo les ordenó que se consagrasen a sus labores, que tenían abandonadas hasta entonces, orden que cumplieron los indios con agrado.
Durante su permanencia en Cartago, en esta ocasión, tuvo noticia el capitán Robledo de la existencia de un valle denominado Arbí, situado al otro lado de la cordillera nevada. Envió a reconocerlo al capitán Álvaro de Mendoza con cuarenta soldados a pie. Este, en menos de treinta días recorrió la comarca denominada Quindío, donde fue bien recibido por los indios, quienes le informaron de la enorme distancia y la fragosidad de los caminos para llegar a dicho valle, por lo que determinó regresar a Cartago.
En el pueblo de Quindío hallaron los españoles unas frutas amarillas como majuelos de España, cuyo olor y sabor exquisitos provocaron su glotonería. Se hartaron de ellas, y al cabo de media hora se apoderó de todos una completa embriaguez, que les duró un día y una noche, pudiendo haber sido destruidos impunemente por los indios. Esta experiencia les sirvió de lección para precaverse en adelante de usar imprudentemente de los frutos que hallasen en sus correrías.
Mendoza regresó al campamento a dar cuenta de su expedición, y ayudó a Robledo a hacer nueva distribución del territorio conquistado perteneciente a la jurisdicción de la ciudad. Hallando este capitán que eran muchos los pobladores de Cartago, lo que perjudicaba en gran manera a los indios, quienes tenían que atender a su subsistencia mientras se emprendían nuevas labores, resolvió llevara efecto una nueva campaña con el fin de fundar otra ciudad en el territorio descubierto en las comarcas del norte.
Cuando a esto se preparaba, vinieron de Cali los capitanes Jerónimo Mejía y Francisco Vallejo trayendo comunicaciones del gobernador Andagoya quien solicitaba auxilios con motivos de un grave desastre que habían sufrido los españoles en Abirarna, por los indios yalcones.[14] Apenas se ocupaba en este asunto, cuando llegó el capitán Pedro de Ayala con pliegos de Sebastián de Belalcázar, en que comunicaba haberse posesionado del gobierno del territorio, constituido por la corte en provincia de Popayán, y a la que correspondían las comarcas conquistadas por Robledo, según la real cédula que enviaba para su cumplimiento.
Como dijimos antes, Belalcázar emprendió en 1538 una expedición al país de Cundinamarca en demanda de El Dotado, y llegó a principio del siguiente año al territorio que acababa de descubrir Gonzalo Jiménez de Quesada y que llamó éste Nuevo Reino de Granada. En virtud de tratados que celebraron estos jefes, los soldados del Perú quedaron en el Nuevo Reino gozando de los derechos de esta conquista, y Belalcázar siguió para España en compañía de Gonzalo Jiménez de Quesada y Nicolás de Federmán, en mayo de 1539.
Bien recibido en la corte, hizo manifestación de sus servicios ante el consejo de Indias, y solicitó y obtuvo, el lo de marzo de 1540, el gobierno de una provincia que se denominó de Popayán, y el título de adelantado. El territorio que formó esta provincia se segregó del Perú, y comprendió desde los Pastos hasta los límites meridionales de las provincias de Cartagena y Panamá.
La facilidad y prontitud con que Belalcázar obtuvo su despacho, se debió a la gravísima situación en que se hallaba el gobierno del Perú y a las desavenencias entre Pizarro y Almagro, lo que ocasionaba grandes temores a la corte. Esta halló en Belalcázar un oportuno auxiliar de la corona, y se apresuró a aprovechar la ocasión de crear el nuevo gobierno para contrarrestar las pretensiones de los Pizarros.
En el mes de abril de 1541 llegó a Cali el nuevo gobernador, por el camino de Buenaventura, y despojó a Andagoya, quien siguió al Perú a llevar sus quejas al virrey. Inmediatamente que tomó posesión del gobierno, lo comunicó al cabildo de Anserma para que se le reconociese y restituyese a la ciudad su primitivo nombre de Santa Ana que Andagoya había cambiado por el de San Juan; y a Robledo, por conducto de Pedro de Ayala, quien llegó a Cartago a fines del mismo mes de abril.
Muchas dudas se ocurrieron a Robledo sobre el valor de los títulos de Belalcázar, pues en ellos no podían constar la ciudad de Cartago y las comarcas descubiertas por él recientemente, y así lo manifestó al cabildo. Pero estudiando con gran cuidado la real cédula, se halló que contenía órdenes precisas y terminantes que quitaban todo motivo de duda, y procedió a hacer el debido reconocimiento, renovando la fundación de la ciudad en nombre del gobernador Belalcázar.
Resuelto a llevar a efecto la nueva campaña que preparaba por las comarcas descubiertas al norte de Cartago, dispuso que el capitán Álvaro de Mendoza siguiese con las fuerzas que tenía dispuestas, y que le aguardase en el pueblo de Carrapa. En seguida despachó a Pedro de Ayala acompañado de Suer de Nava y el reverendo padre Francisco de Frías, en comisión a Cali para que presentaran al gobernador Belalcázar algunos obsequios, con las notas de su reconocimiento y la relación de sus conquistas, así como también la solicitud de licencia para continuar sus campañas.
Hecho esto, pasó a la ciudad de Anserma, en donde, como lo había hecho en Cartago, limitó el número de pobladores; y con los soldados que aquí tomó, siguió a Carrapá a reunirse a su teniente Mendoza. Reunidas todos las fuerzas en este pueblo, pasó a Picará, donde permaneció tres días, y continuó hasta Paucora, siendo recibido en todo el tránsito con manifestaciones de amistad por los naturales.
En Paucora organizó su pequeño ejército, que constaba de ochenta y cuatro hombres, entre ellos treinta de a caballo. Nombró alférez a Alvaro de Mendoza; escuadras de a caballo, a Jerónimo Luis Téjelo y Diego de Mendoza; escuadras de a pie, a Juan de Frades y Pedro de Matamoros.
De todos los episodios de esta campana, según los historiadores que en ella se ocupan, tomamos los nombres de los compañeros del capitán Robledo que se han salvado del olvido.
Además de los que hemos nombrado, del reverendo padre Francisco de Frías, capellán de la expedición, y de Juan Bautista Sardella, Escribano, iban los siguientes:
Francisco Vallejo, Pedro Cieza de León, Lorenzo Estapiñán y Figueroa, Francisco Avendaño, Hernando Barrios, Juan del Busto, Francisco Berrobí, Giraldo Gil, Baltasar de Ledesma, Francisco Pérez Zambrano, Antonio Pimentel, Hernán Rodríguez de Sousa, Pedro Velasco, Juan de Torres, Pedro Barrios, Juan Ruiz de Noroña, Martín Vesga, Alonso de Villaveces, Juan Pineda, Pedro de Muientes, Juan de Correa, Pedro Bustamante, Bartolomé Hernández, Martín Bocanegra, Juan de Yusté, Francisco Cuéllar.
Organizado así su campo, Robledo envió un capitán con cincuenta soldados a reconocer la cordillera que cierra por el oriente el pueblo de Paucora y buscar camino para el valle de Arbi. Al cabo de doce días regresó éste con la noticia de haber recorrido grande extensión en la montaña y haber hallado un pueblo donde se presentaron gran número de indios flecheros, así como también que era imposible entrar por allí caballos por la escabrosidad de las sierras. Hacía ya muchos días que esperaba a los comisionados que había enviado a Cali, y determinó que fueran a saber de éstos, en Cartago, los capitanes Vallejo y Villacreces.
Pocos días después llegaron éstos acompañados del padre Frías y de Juan Bautista Sardella, quienes eran portadores de los despachos del gobernador Belalcázar, muy satisfactorios para el capitán Robledo. Le confirmaba los nombramientos de teniente de gobernador y capitán general, aprobaba su nueva expedición y le prometía auxilios.
Entonces resolvió continuar la campaña; y como no halló posibilidad de atravesar la cordillera por el oriente, siguió en dirección al norte costeando ésta, y a corta distancia del río Cauca, cuya dirección siguió.
A dos jornadas de Paucora entró en el primer pueblo del territorio de los Armados, y halló que los indios estaban alzados. Envió a requerir a los caciques, llamándoles de paz, y se presentaron dos con muchos obsequios de oro: uno anciano, de larga barba cana, cosa nunca vista por los expedicionarios, y el otro joven, muy pintado con colores resinosos.
Como en varias salidas que hicieron los españoles recibieron asaltos de los indios, quienes les robaron algunos cerdos y gallinas que asaban prontamente en barbacoas, Robledo permaneció aquí veinte días con el fin de pacificarlos, y también para aguardar los auxilios que le había prometido el gobernador Belalcázar.
No llegando tales auxilios, y temiendo agotar los recursos de los indios, movió su campo el 22 de junio, después de celebrar la pascua del Espíritu Santo y la festividad del Corpus, y ocupó otro pueblo, que denominó de la Pascua, donde permaneció tres días; y de aquí pasó a otro que llamó Puebloblanco, cuyos naturales le recibieron de paz.
Este territorio de los Armados era el más áspero, fragoso y arrugado que hasta entonces habían recorrido esos expedicionarios; y en sus rodeos para avanzar en su marcha, se les despeñaron cinco caballos y el soldado Juan Pineda. De Puebloblanco descendieron una sierra que su hondura parecía ir a los abismos, y llegaron a un arroyo de agua grande, que atravesaron.
Siguieron por la orilla de este torrente por espacio de cuatro leguas, y después de caminar muchos días por despoblado, llegaron a un pueblo llamado Sinifaná, cuyos naturales huyeron a los bosques abandonando sus casas y labranzas. Robledo hizo aprender algunos, y con regalos, halagos y promesas, logró que todos se presentasen de paz y procurasen recursos a la expedición. En Sinifaná permaneció la expedición siete días, y entretanto comisionó Robledo al capitán Juan de Frades para que reconociese varios pueblos que se veían a orillas del río Cauca.
Este regresó a los tres días y refirió haber reconocido algunos pueblos muy pobres, cuyos moradores trataron de resistirse, y en seguida pasaron a nado a la orilla opuesta del río. Aquí halló Frades gran cantidad de algodón que los soldados aprovecharon para sus armas defensivas.
De Sinifaná, en pocas jornadas, pasó la expedición a un reducido valle que los soldados denominaron de las Peras, por la abundancia de unos frutos semejantes a las peras de España, fruto que tomó el nombre indígena de aguacate.[15] En este valle había grandes cultivos y una población que los españoles estimaron en diez mil almas. Los naturales les recibieron en actitud de guerra, distribuidos en numerosos escuadrones que ocupaban las lomas, armados con hondas, cuchillos de pedernal y cordeles, dando espantosos alaridos.
Con grandes y oportunas diligencias, usando de su acostumbrada bondad, generosidad y prudencia, logró el capitán Robledo calmarles y traerles a su amistad. Aquí le dieron noticia que en la cordillera había varios pueblos; y como siempre pensaba dar vista al valle de Arbí, que se le había indicado quedar al oriente de la cordillera, envió a Juan de Frades a reconocerlos, con doce soldados.
Este, al amanecer del siguiente día, ocupó un pueblo situado sobre la cordillera y denominado Murgía, donde le recibieron en actitud hostil más de mil indios; pero Frades les hizo comprender sus pacíficas y amistosas intenciones, lo que corroboraron algunos indios que le habían acompañado desde el valle de las Peras. Calmados los ánimos, se presentó el cacique horrorosamente pintado y llevando en la cabeza una corona de paja artísticamente trabajada, y sobre los hombros, a guisa de manto, una piel de nutria.
Pidió a Frades que le condujese donde estaba el capitán, y seguido de gran número de súbditos, todos pintados y adornados con plumas vistosas, bajaron al campamento de Robledo, quien les recibió con toda cordialidad. Se quejaron a éste de los daños que recibían de los habitantes de una comarca situada más allá de la cordillera, quienes les hacían con frecuencia la guerra. Con esta noticia, el capitán trasladó su campamento a Murgía, donde hallaron los españoles grandes pilones de sal, como panes de azúcar, que los indios elaboraban en unas fuentes abundantes, con auxilio del calor del sol. Esta sal tenía un color muy oscuro.[16] Aquí permaneció la expedición cinco días, y no hallando Robledo importancia alguna en la comarca, y temiendo alejarse demasiado de la ribera del Cauca, determinó continuar la campaña en la dirección que traía. De Murgía envió al capitán Jerónimo Luis Téjelo para que, con doce caballos y veinte infantes, atravesase la cordillera por una notable depresión que de allí se distinguía, y reconociese la comarca.
Téjelo, en el mismo día, descendió a un valle donde se dejaba ver un pueblo grande. Mas como ya era tarde, acampó en la falda de la montaña. Al otro día, al salir el sol, fue atacado por más de mil indios armados con dardos, hondas y macanas, y los españoles tuvieron que combatir por espacio de tres horas para tomar el pueblo, que al fin ocuparon, teniendo siete soldados y algunos caballos heridos. Téjelo comunicó al capitán Robledo lo ocurrido, y preparó la defensa del pueblo, pues los naturales se reunían en número considerable para atacarle de nuevo.
En efecto, la misma tarde más de tres mil indios dieron un ataque formidable; pero Téjelo cargó contra ellos con todas sus fuerzas y les derrotó completamente, dejándoles bien escarmentados. Al día siguiente llegó Robledo con todo su campo y se aposentó en el mismo pueblo. Este se denominaba Aburra, y sus habitantes al fin se pacificaron después de grandes esfuerzos que empleó Robledo con el tino y cuidado que acostumbraba en su trato con los indios.[17]
Muchos de éstos, por el terror que les causaban los caballos y los hombres con barbas, se ahorcaron con las mantas que usaban para cubrir parte su cuerpo. Estas telas eran de algodón, de vara y media de longitud y una de ancho, que llevaban ceñida en la cintura. En este pueblo hallaron los españoles gran número de perros mudos domesticados, de curies, y gran variedad de animales de caza que poblaban sus selvas. Desde Aburrá envió el capitán Robledo a Juan de Frades a reconocer las riberas del río Cauca; éste llegó hasta un pueblo llamado Curqui, de donde condujo algunos indios prisioneros que dieron noticia del territorio, poco poblado y muy fragoso.
En seguida comisionó al capitán Diego de Mendoza para que reconociese la comarca, ascendiendo a una eminencia en una cordillera de sabana que se veía como a seis leguas del pueblo y al otro lado del río que atraviesa el valle. A los pocos días regresó Mendoza y dio noticia de haber visto hacia el río Cauca unas sierras muy ásperas y fragosas; y sobre la cordillera del oriente del valle, tierra llana sin ninguna sierra. Entonces envió al mismo capitán Mendoza a reconocer éste último territorio que correspondía a la dirección en que él consideraba hallarse el valle de Arbí.
Muchos días anduvo Mendoza recorriendo esta comarca, y no pudo hallar ninguna población, si no solamente bohíos aislados, y a grandes distancias unos de otros, con sementeras de maíz y yuca. Halló también varios canales de riego construidos a mano. Mendoza regresó al campamento con estas noticias, y entonces Robledo en persona, con algunos soldados a caballo, fue a recorrer el valle, y no halló ningún otro pueblo. Sólo le sorprendió la vista de unas ruinas de grandes edificios y anchos caminos como los del Cuzco, tajados en la peña. El capitán no se atrevió a acercarse a reconocerlos, por considerar que aquello indicaba la existencia de una población considerable, y él no tenía fuerzas suficientes para aventurarse en tan arriesgada empresa.[18]
No hallando más en qué ocuparse en el valle de Aburra, y casi agotados los recursos de este pueblo, determinó mover su campo a las riberas del río Cauca. Salió de aquél el día 24 de agosto de este año de 1541, y puso al valle el nombre de San Bartolomé.
En seguida atravesó la cordillera por un gran llano que se hacía encima de ella, y al cabo de seis días de marcha por fragosísimas sierras, por una senda por donde parecía imposible pasar los caballos, llegó la expedición a un pueblo situado en las proximidades del río Cauca, llamado Conura, cuyos moradores huyeron a la otra banda atravesando el río a nado. Perseguidos por algunos nadadores, fueron aprehendidos algunos indios, por cuya mediación se obtuvo que su cacique se presentase en paz al capitán Robledo. En este pueblo hallaron los expedicionarios gran cantidad de panes de sal del tamaño de un hombre, que elaboraban los indios de unas abundantes fuentes, por cuya razón dieron a este pueblo el nombre de la Sal.[19]
Cuatro días permaneció la expedición en Conura, y siguiendo el curso del río por dos leguas, llegó a otro pueblo, donde fue recibida pacíficamente y encontró abundancia de bastimentos. El cacique de esta tribu dio noticia a Robledo de la existencia de otro pueblo situado en la otra banda del río, denominado Tahamí; y preguntado por el origen de las ruinas que observó en el valle de Aburrá, no pudo dar razón; pero sí habló de numerosas tribus denominadas Nutabe y Brezo, de gran importancia por su número, riqueza y valor.[20]
Robledo determinó reconocer estas comarcas, para lo cual el cacique le proporcionó guías. Al efecto, comisionó al capitán Vallejo para que, con cuarenta hombres a pie y a caballo, y llevando varios indios de servicio, se internase en el territorio de Nutabe y diese cuenta de la comarca. Vallejo salió de este pueblo el 10 de septiembre, remontó el el curso de un riachuelo hasta sus nacimientos, y a los dos días trepó a la cordillera. Siguió por la cima de ésta durante cinco días sin hallar población alguna y sufriendo las penalidades de un frío intensísimo, que ocasiono la muerte de algunos indios. Al cabo de ocho días de su salida del campamento, llegó a la orilla de un río cuyas tumultuosas aguas, rompiéndose entre peñascos con ruido aterrador, corrían a gran profundidad de sus orillas. Una ceiba derribada servia de puente hasta la mitad del río, y el resto lo completaba una maroma formada con guaduas y bejucos.
Como era imposible pasar los caballos, Vallejo atravesó el río por este puente, con veinte soldados, y anduvo por espacio de dos leguas sin hallar ningún indio. Aquí se presentó el mismo río, en una gran vuelta y con menos anchura, donde halló otro puente de guaduas de poca latitud y con pasamano por apoyo. Pasó este puente y avanzó por una fragosa pendiente hasta llegar a una comarca bien cultivada, donde vistos por los indios, vinieron éstos sobre los españoles en número considerable, armados con arcos y flechas, dando espantosos alaridos.
No fue posible al capitán Vallejo resistir el empuje de los naturales, y con dificultades inmensas lograron sus soldados repasar el puente, que había dejado guardado, y ponerse en salvo, dejando tres españoles muertos y conduciendo varios heridos. Comunicó lo sucedido a Robledo, y pidióle auxilios para conducir los heridos; y seis días después de tan tremendo desastre regresó al campamento.[21]
Oída la relación de esta campaña y visto sus fatales resultados, determinó el capitán Robledo ocupar con todas sus fuerzas el mencionado territorio. Pero todos sus capitanes y soldados le observaron, con energía y entereza, ios peligros de esta expedición, haciéndole ver el número y arrojo de los indios y la fragosidad de los caminos, que les obligaba a privarse de los caballos. Sólo contaban con menos de ochenta soldados y veintidós caballos, y éstos desherrados.
Después de animadas discusiones en que Robledo les hizo comprender la necesidad que tenían todos de continuar la campaña, se convino en buscar otra vía más accesible para entrar a la comarca. Con este objeto marcho Álvaro Mendoza, con veinte soldados a pie, por la falda de la cordillera que desciende a las riberas del río Cauca.
Durante quince días anduvo por tierra tan quebrada y fragosa, que consideró imposible el paso de caballerías. No halló ninguna población sino algunos bohíos aislados a la orilla del río; pero de un cerro, el más elevado de la comarca que recorra, alcanzó a ver en el otro lado del río, cuatro o seis leguas más alla, grandes humaredas y muchas plantaciones de maíz, de donde dedujo que había numerosa población.
Con estas noticias regresó al campamento; y a la resistencia de los soldados a seguir por la vía que había recorrido Vallejo, se unieron las buenas razones de los que habían acompañado a Badillo en su compañía por la otra banda del río. Así pues, resolvió Robledo atravesar ésta para reconocer el territorio que había visto Mendoza.
La traslación de los expedicionarios o la banda occidental del río Cauca se verificó en los primeros días del mes de octubre, en el término de ocho días, en balsas de guaduas, con doce nadadores que sólo había entre los soldados, y con ayuda de los indios. Estas balsas consistían en dos grandes guaduas que se ataban en los extremos, colocando en medio a los soldados que debían pasar, e impulsadas por dos nadadores, uno adelante y otro atrás, que servía de timonero. El paso se verificó con toda fortuna. Ya en la otra banda, no pudiendo seguir por la orilla del río, por lo abrupto de las sierras que venían a morir en sus riberas, se internó la expedición, siguiendo por una loma durante cinco días, sin hallar vestigio alguno de poblado.
De aquí descendió a un valle y de este transmontó una sierra que iba en dirección al río, tan pendiente, árida fragosa, que se despeñaron algunos de los mejores caballos, con cuya carne se alimentaron los expedicionarios por muchos días. Al caer al valle divisaron una gran población situada sobre una extensa loma al pie de una montaña. Se dirigieron ella, y los indios en número muy considerable ocuparon las alturas en actitud hostil, armados con hondas, dardos y macanas, dispuestos a rodar sobre ellos enormes rocas que tenían preparadas en los cerros.
Con algunos artificios y movimientos guerreros logró el capitán Robledo coronar la altura y ocupar el pueblo, donde estableció su campamento. Este pueblo se denominaba Curumé, estaba bien cultivado y tenía considerable población.
Fueron vanos todos los esfuerzos que hizo Robledo para atraerse la amistad de los naturales, por razones que más adelante explicaremos. Aquí principió para Robledo la campana más azarosa y ruda, en donde su valor, constancia y pericia se mostraron en grado supremo, como también la bondad de su carácter y su generosidad para con los indios.
El territorio que acababa de pisar estaba ocupado por numerosas y aguerridas tribus salvajes que vivían en constantes guerras unas con otras, pero que se unieron todas en el sentimiento de su libertad para luchar contra los españoles, a quienes presentaron ejércitos de millares de combatientes en cada encuentro.
Además de las armas comunes a todos los indios, hondas, dardos, mazas, macanas, tiraderas y cuchillos de pedernal, no ahorraban medio alguno que pudiese dañar a los extranjeros, sobre todo el de rodarles peñascos de todas las alturas, que fortificaban adrede. Y era tal el odio que tenían a los españoles, que toda casa o pueblo que éstos ocupaban por un instante, los indios lo entregaban a las llamas.
Eran las tribus más notables:
Las que ocupaban los nacimientos del ríos León o Guacuba y sus vertientes, que dominaba el cacique Nutibara, cuya comarca había recibido el nombre de Guaca por el capitán Francisco César en el año de 1537; los ituangos, que habitaban al oriente de éstos hasta el río Cauca, valerosísimos y atrevidos y que tenían comunicación con los nutaves por un puente de bejucos sobre este río, denominado Bredunco; las de Tuatoque, Nore, Buriticá, Iraca, Naratupe, Ebéjico, Perico, Peque, Purruti, Guaramí, Cunquivá y Curumé.
Todos estos indígenas tenían ya conocimiento de los españoles, por propia experiencia unos, y por noticias otros; pues la comarca había sido visitada y recorrida en parte en 1537, 1538 y 1539, por Francisco César, Juan de Badillo, Luis Bernal y Juan Graciano, quienes dejaron por todas partes espantosas huellas de barbarie y de crueldad. Así, al presentarse la expedición de Robledo, halló en todas partes enemigos decididos a combatir y a no creer absolutamente en promesas y palabras de paz.
Esto obligó al capitán Robledo a luchar con toda resolución y energía y emplear el servicio de los perros; mas sin dejar por esto de mostrar sus filantrópicos sentimientos y su generosidad y compasión para con los indios que lograba someter transitoriamente. pues ninguna de estas tribus aceptó la paz, y durante más de treinta años lucharon por conservar su independencia, que perdieron definitivamente en 1575 bajo el gobierno de don Gaspar de Rodas.
Ocupado el pueblo de Curumé, Robledo empleó todos sus esfuerzos en llamar de paz a los indios; mas estos contestaron intimándole que abandonase él el territorio y protestando contra la soberanía de otro señor que no fuera su cacique. Y aunque rechazados en todos los encuentros, no cesaban de hostilizar a los españoles por todos los medios que hallaban a su alcance.
Era la necesidad más urgente, para continuar la campaña, herrar los caballos, de los cuales había perdido la cuarta parte, y reparar las armas. A este fin Robledo determinó construir una fragua, que él mismo dirigió y llevó a cabo con gran sorpresa de sus soldados. Para esto se sirvió de las botas de los oficiales, de estribos y de algunas herramientas que llevaba la expedición. Las herraduras y los clavos fueron fabricados por el soldado Bartolomé Hernández, que había sido puñalero en su patria.
Así preparado, dejó en Curumé a Álvaro de Mendoza, y él con cuarenta soldados atravesó la cordillera que por el poniente cerraba el pueblo. A los dos días de marcha entró en un valle denominado Ebéjico, donde los indios, ya prevenidos y en número de más de diez mil, le recibieron en actitud guerrera. Fue tan obstinada la resistencia que opusieron los naturales, tantos los combates que presentaron y tan considerable el número de combatientes, que Robledo, después de luchar por muchos días sin descanso, determinó regresar por auxilios a Curumé.
Tomó aquí los mejores soldados en número de doce, y quedó Mendoza con poco más de veinte, la mayor parte de ellos enfermos o heridos, para guardar el pueblo, resistiendo las constantes sorpresas y asaltos de los indios y tomando a viva fuerza las subsistencias. Esta difícil situación la pudo salvar el capitán Mendoza debido a su valor y prudencia, bien reconocidos en las campañas de la conquista de Cartagena de Indias bajo las órdenes del adelantado don Pedro de Heredia. Con el refuerzo de que hemos hablado, Robledo regresó a Ebéjico, y con cincuenta y dos soldados, entre ellos doce de caballería, emprendió de nuevo la campaña.
Después de desbaratar los escuadrones de indios que le salieron al encuentro en e»te valle, transmontó una cordillera y entró en una comarca denominada Penco, donde dispersó numerosos ejércitos de indios.
De aquí pasó a los territorios de Purruto, Guaramí y otros, donde tuvo que combatir con ejércitos de más de diez mil enemigos, entre los que figuraban los ituangos, que en número de seis mil vinieron en auxilio de los Ebéjico. Dispersadas y bien escarmentadas todas estas tribus con el auxilio de los perros, que despedazaron a muchos, y cuyas feroces embestidas causaban el mayor terror, volvió Robledo al valle de Ebéjico, donde determinó fundar una ciudad. Con este fin envió a llamar a Alvaro de Mendoza, quien en tres jornadas se trasladó de Curumé a Ebéjico.
Antes de proceder a la fundación envió a varios de sus capitanes en distintas direcciones a reunir víveres para asegurar por algunos meses la subsistencia en la nueva colonia, y a recorrer la comarca para ahuyentar a los indios que se aproximaban en actitud hostil. Reunida abundante cantidad de bastimentos, hizo la fundación de la ciudad en el mencionado valle de Ebéjico, en nombre del Rey de España y del gobernador Sebastián de Belalcázar el día veinticinco de noviembre de 1541, y la denominó Santa fe de Antioquia.
Nombró alcaldes a Alvaro y Diego de Mendoza; regidores a Francisco Vallejo, Juan de Yuste, Francisco Pérez Zambrano y Francisco Avendaño. Hizo, además, otros nombramientos de empleados, repartió la tierra entre los conquistadores y demarcó los solares de la población.[22] Para solemnizar el acto, dispuso una fiesta religiosa que tuvo lugar el día diez y ocho de diciembre, festividad de Nuestra Señora de la O, con procesión y misa que celebró el reverendo padre Frías en la loma donde se había plantado una cruz en los primeros días de la ocupación de este sitio. Observando que los indios se mantenían retraídos del campamento español y en constante amenaza, y teniendo noticia que se reunían en los pueblos cercanos, envió al capitán Vallejo con cuarenta hombres a escarmentarlos.
Este halló considerable número de ellos en un pueblo denominado de las Guamas. Los sorprendió de noche, y hubo recia refriega en que murió su jefe el cacique Zuraburruco; mas, rehechos al amanecer, cargaron sobre los españoles en tan gran número y con tal furia, que tuvieron éstos que retirarse protegidos en el paso de una quebrada, por el capitán Robledo, llevando varios heridos con piedras arrojadas con hondas.
Llamados de paz estos indios, manifestaron a Robledo que la causa de su resistencia provenía de los daños que les habían hecho dos partidas de españoles que habían pasado pocos años antes. El capitán les expresó que sus sentimientos eran otros, y puso en libertad a todos cuantos tenía prisioneros, con algunos obsequios.
En seguida envió a Pimentel a escarmentar a los naturales de Peque, que por su proximidad a la ciudad eran constante amenaza. Estos se presentaron en número de cuatro mil, pero fueron desbaratados con tremendas cargas de lanza y el auxilio de los perros. Habiéndose reunido mayor número, hubo de retirarse Pimentel' a la ciudad conduciendo el cadáver de un soldado que murió despeñado.
Considerando Robledo que los indios quedaban bien escarmentados y algunos de ellos en vía de familiarizarse con los españoles, determinó dar por concluida la campaña, regresar a Cartagena y dar desde aquí cuenta de todo al gobernador Belalcázar. Para llevar a efecto esta determinación, reunió el cabildo y pidió treinta soldados para atravesar con seguridad el territorio. Mas se le observó que sería imprudencia grande dejar la colonia reducida a tan pocos soldados, pues eran en todo poco más de setenta, y expuestos a perecer en medio de tan numerosas poblaciones aún no sometidas, y cuyos habitantes, valerosos y atrevidos, estaban siempre dispuestos a renovar sus agresiones.
Como muchos de los soldados, entre ellos los más notables capitanes, habían hecho con Badillo y Graciano las campañas por este territorio, le hicieron ver que era mejor y más fácil pasar a Cartagena por San Sebastián, y de allí, por Nombre de Dios y Panamá pasar a Cali; y que, al mismo tiempo podía dar cuenta de sus descubrimientos a la audiencia de Panamá. Agregaron, ade¬más, que desde la comarca de Guaca no encontraría ningún obstáculo, por ser territorio completamente despoblado.
Robledo atendió estas razones y tomó la última resolución de dirigirse a San Sebastián para pasar a Cartagena. Al efecto, nombró por teniente general en la nueva ciudad al capitán Álvaro de Mendoza, y se puso en marcha el día ocho de enero de 1542, con treinta soldados a píe y a caballo, mandados por Antonio Pimentel, y acompañado por algunos indios y negros de servicio. Entre los soldados se contaban doce que debían acompañarlo hasta Cartagena, con cinco caballos, única escolta que debía llevar.
Para asegurarse del estado de tranquilidad en que se encontraba la comarca y dar seguridad a los indios de sus buenas y pacíficas intenciones, fue a Curumé, atravesó la cordillera y recorrió el territorio de Penco, siguió a Cunquivá, donde llegó después de pasar varios puentes de bejucos, atravesó una fragosa sierra, y entró en la comarca de Nove, de donde pasó a Guaca. Halló este último territorio en completa desolación y a los indios fugitivos y aterrorizados por causa de las anteriores expediciones, de manera que todas sus moradas estaban en ruinas y los campos completamente abandonados. Sólo pudieron hallar los ex¬pedicionarios unos pocos indios que, al verlos, huían a las selvas.
Al salir de Guaca llegó la expedición a la orilla de un río caudaloso que reconocieron los soldados con el nombre de León. Aquí dispuso Robledo el regreso de Pimentel para Antioquia, y con sus doce soldados y cinco caballos atravesaron el río a nado, y descansó algunos días en la otra ribera, antes de internarse en la selva.[23]
De este grupo de temerarios aventureros que acompañaron al capitán Robledo, sólo se conservan los nombres de los siguientes: Francisco Vallejo, Pedro Cieza de León, Juan de Frades, Juan Bautista Sardella, Alonso de Villacreces y Francisco de Cuéllar. Partió la expedición de la orilla derecha del río León, y en tres jornadas llegó al pie de la montaña de Abibe, con grandes trabajos por haber hallado el camino completamente cerrado, pues hacía cerca de tres años que no se transitaba por él.
Al remontar esta sierra perdieron la senda por haber tomado la dirección norte debiendo ser al noroeste, y tuvieron que retroceder, empleando en esto algunos días.
Hallada la vía por un negro que había servido en la expedición de Badillo, salieron al fin al otro lado de la montaña, después de muchos días de fatigosa marcha y agotados ya los bastimentos.
Perdieron de nuevo la senda y continuaron a la ventura abriéndose camino con las espadas y machetes, por en medio de la selva, hasta que oyeron él ruido de un río a su izquierda, y fueron en esta dirección. Reconocieron que era el mismo río León ya muy caudaloso, y que, sabían ellos, lleva sus aguas al golfo del Darién.
Aquí propusieron los soldados al capitán Robledo que se matasen los caballos para preparar sus carnes y que la expedición siguiese en balsas, entregándose a la corriente del río. Mas éste les hizo comprender el peligro cierto a que se exponían, pues los indios de esta comarca usaban flechas envenenadas; y que, embarcados en el río, podían ser observados de ambas orillas y reconocido su pequeño número, siendo así segura su pérdida.
Atendidas estas razones, continuaron por muchos días atravesando selvas tupidas, ríos caudalosos y profundas lagunas. Rotas ya las espadas y machetes en la empresa de abrirse camino, y casi muertos de hambre, determinaron matar uno de los caballos para alimentarse. Aunque muchos enfermaron por causa del abuso de la comida, continuaron con más brío hasta salir a una comarca más despejada, donde hallaron señales de haber existido sementeras de maíz. Explorando en todas direcciones y guiados por el canto de unos papagayos, lograron hallar una extensa sementera de maíz, donde se proveyeron ampliamente, sin hallar ningún indio.
Grande fue el regocijo de los españoles con este hallazgo, que además de satisfacer sus necesidades físicas, les hacía comprender que se hallaban cerca de poblado; no obstante el temor de ser atacados por gran número de indios, en cuyo caso su pérdida era segura, flor hallarse desarmados y desfallecidos.
Es de advertir que desde que atravesaron el río León en Guaca, no encontraron indio alguno ni señales de habitaciones hasta este momento. Cuatro días permanecieron en este lugar, y continuaron la marcha hasta que encontraron cruces marcadas en los árboles, que señalaban el camino de los españoles de Cartagena. Siguiendo estas señales por algunos días y volviendo a extraviarse de nuevo, pasaron por la comarca de Ceracuna, que antes estaba muy poblada y ahora desolada y desierta.
Después de esguazar un peligroso río denominado de Las Guamas, con gran temor de encontrar partidas de indios, vieron a uno de éstos pescando y a quien lograron aprehender. No pudiendo comprender por ser su lengua, completamente diferente de la de los indios que les acompañaban desde Antioquia apenas pudieron entender la palabra San Sebastián que expresó señalando hacia adelante. Con esto se le puso en libertad obsequiándole algunas baratijas.
Pocas horas después se presentó un cacique acompañado de algunos indios, quien reconoció a Juan de Frades, que se había encontrado en la conquista de esta provincia, y Je abrazó con efusión. Estos indios pertenecían a la provincia de Cartagena, entendían el castellano y llevaban arcos y flechas con yerbas para envenenarlas.
Este cacique acogió a los españoles con muestras de regocijo y les proporcionó abundantes recursos en cambio de algunas baratijas. Fue graciosamente celebrada la ocurrencia del cacique, que propuso a Robledo compra por los indios de Antioquia que le acompañaban, para hacerlos sus esclavos.
Los españoles continuaron su marcha guiados por dos indios que les proporcionó el cacique, y en tres jornadas llegaron a la orilla del golfo. De aquí en dos días, caminando por la orilla del mar y azotados frecuentemente por las olas, llegaron al pueblo de San Sebastián de Buenavista o Urabá, llenos de gozo, sin poder imaginarse cuánto les faltaba aún para terminar sus padecimientos.
Desde su encuentro con el cacique, despachó Robledo los indios que le acompañaron desde Antioquia, los que regresaron a sus hogares. Desnudos, hambrientos, desgarradas las carnes y los pies llagados, flacos y amarillos, tal era el aspecto que presentaban, como cadáveres ambulantes, este grupo de atrevidos aventureros.
Grande fue la sorpresa que produjo su llegada entre los moradores de San Sebastián. Prontamente salió a su encuentro un hombre flaco, escuálido, apoyado en dos muletas, que era el teniente gobernador don Alonso de Heredia, hermano del adelantado don Pedro, gobernador de Cartagena.
Interrogados por él, Robledo le refirió la campaña, la fundación de la ciudad de Antioquia y el objeto de su viaje a Cartagena. Don Alonso dio aviso de todo esto a su hermano don Pedro, quien se hallaba en Cartagena recién llegado de una desgraciada expedición por el río Darién en demanda del tesoro de Dabaibe.
Este pasó a San Sebastián, e impuesto de todo lo ocurrido, declaró que el territorio conquistado por el capitán Robledo se hallaba dentro de la jurisdicción de su gobierno de Cartagena; y en tal virtud, redujo a prisión a este capitán, le despojó de todo el oro que llevaba e instruyó contra él una causa. Trasladado a Cartagena con sus compañeros, y mantenido en prisión, el capitán Robledo tuvo que aguardar más de tres meses para poder ser embarcado con dirección a España.
Pedro Cieza de León pasó a Panamá a gestionar ante la audiencia la causa de su capitán, sin obtener ningún resultado favorable; y Juan Bautista Sardella acompañó a Robledo a España. Los otros soldados fueron puestos en libertad, y algunos regresaron a Antioquia con don Pedro de Heredia, poco tiempo después.
Desde que Robledo salió de la ciudad de Antioquia hasta su llegada a San Sebastián, transcurrieron más de setenta días, de manera que su partida para España tuyo lugar en uno de los meses de julio o agosto de 1542.
Hay en la historia del mariscal don Jorge Robledo un hecho culminante, del que depende el fallo de la posteridad, en presencia de la conducta observada por su victimario, hecho que no han tenido en cuenta los historiógrafos para lanzar sobre la memoria de esta noble víctima los cargos de deslealtad, deserción, ambición y codicia.
Según las relaciones que sirven de base a estos apuntamientos, sobre todo la de Juan Bautista Sardella, el capitán Robledo no tuvo nunca intenciones de desligarse de las obligaciones para con Belalcázar, ni pensó siquiera trasladarse a España.
Veamos si no:
Robledo fundó la ciudad de Antioquia en nombre del rey de España y del gobernador Sebastián de Belalcázar.
Su, primer pensamiento al dar por terminada la campaña fue de regresar a Cartago y Aserma, donde tenía sus propiedades, y pasar en seguida a dar cuenta de sus conquistas al gobernador.
Fue por instancia de sus soldados, y para no despoblar la colonia, por lo que determinó pasar a Cartagena, tomando la senda denominada de Badillo, y seguir a Popayán pasando por Nombre de Dios y Panamá.
Aprisionado por los hermanos Heredia y remitido preso a España, no era dueño ya de su voluntad, y esta circunstancia es suficiente defensa del cargo de deslealtad a su jefe.
Ya en España, teniendo necesidad de defenderse ante el concejo de Indias y reclamar la restitución de sus bienes secuestrados por Heredia, era natural que presentase las relaciones de sus conquistas e hiciera resaltar sus méritos y los valiosos servicios prestados a su patria.
Y sin ser desleal, sin poder considerarle como desertor, sin motivo para llamársele codicioso o capaz de ilegítima ambición, tenía pleno derecho y razón sobrada para pretender y solicitar premio por sus servicios, que fueron mucho mayores que los de otros caudillos que habían recibido espléndidas recompensas.
Las vidas de Gonzalo Jiménez de Quesada y Sebastián de Belalcázar, si tienen, en la historia, bien caracterizados los cargos de deserción y deslealtad para con sus respectivos jefes Pedro Fernández de Lugo y Francisco Pizarro. Esta comparación es precisa para juzgar a Jorge Robledo.
Entretanto que Robledo era trasladado a la corte como un criminal y se presentaba al concejo de Indias en defensa de sus derechos, veamos lo que ocurría en las ciudades por él fundadas.
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Esta época comprende desde el 8 de enero de 1542, en que partió de la ciudad de Antioquia, hasta junio de 1546, época de su regreso a esta ciudad. Cartago y Anserma, por la proximidad entre sí y por la frecuente comunicación con Cali y Popayán, llevaban adelante su progreso y aseguraban definitivamente sus derechos coloniales.
No sucedió así a la ciudad de Antioquia. Enclavada en medio de fragosísimo territorio, rodeado de decenas de millares de indios belicosos y atrevidos que no podían persuadirse de la bondad y lealtad de los españoles por la experiencia adquirida en épocas anteriores, y situada a enorme distancia de los demás centros poblados, su suerte, durante este período, fue bien desgraciada. Al partir para Cartagena el capitán Robledo, quedaron formando la colonia sesenta y seis españoles con quince caballos. Prontamente edificaron sus habitaciones de madera y ramas de palmas, y levantaron, con idénticos materiales, una capilla donde oficiaba como cura el reverendo padre Frías.
Bajo la acertada dirección del capitán Álvaro de Mendoza y con los ejemplos que les dejó Robledo para tratar con los indios, lograron obtener que los mas próximos entrasen en relaciones con ellos y les sirviesen con lealtad y confianza.
No habían transcurrido aún ocho meses desde la partida de Robledo para Cartagena cuando apareció por el norte una expedición compuesta de doscientos soldados, al mando del adelantado don Pedro de Heredia, quien desde esta ciudad venia a tomar posesión de la de Antioquia como perteneciente a su gobernación. Los colonos trataron de resistir inútilmente, pues por el número y elementos de los invasores y por ser éstos, en gran parte, amigos y camaradas de aquéllos, pudo Heredia tomar posesión de la ciudad sin grandes dificultades. Alvaro de Mendoza, con todas las autoridades y algunos leales, abandonaron la ciudad y tomaron el camino para Cartago a dar cuenta de esto al gobernador Belalcázar.
Tan pronto como el adelantado Heredia hubo despachado para España a su prisionero, preparó una expedición para pasar a tomar posesión de la ciudad de Antioquia. Es esta la expedición de que acabamos de hacer mención. Por este mismo tiempo Belalcázar, que no había tenido noticia de Robledo desde su salida de Cartago, envió al capitán Juan de Cabrera con cincuenta hombres en su persecución y al bachiller Francisco de Madroñedo, como teniente gobernador, con el encargo de tomarle cuenta de su conducta y encargarse del gobierno del territorio conquistado.
Pocas jornadas antes de llegar Cabrera a la ciudad de Antioquia se encontró con Mendoza y sus compañeros, quienes le informaron de lo ocurrido. Así, llegó a la ciudad bien prevenido y sorprendió a Heredia cuyas fuerzas, en su mayor parte, se hallaban recorriendo el territorio de Penco. Tomó prisionero a este jefe y a algunos de sus capitanés, y al llegar los que se hallaban ausentes, los redujo a la obediencia.
Dueño de la ciudad, entregó el gobierno de ella al bachiller Madroñedo, como teniente general de Belalcázar en reemplazo de Robledo.
El número de colonos exigía una nueva distribución del territorio; y como la situación de la ciudad presentaba grandes inconvenientes para su defensa, determinó trasladarla cerca del río Cauca a un valle denominado Tonusco, donde permanece aún.[24] Hecho esto, Cabrera regresó a Popayán llevando prisionero al adelantado Heredia, a quien Belalcázar remitió a la audiencia de Panamá.
Con motivo de los repartimientos que hizo Madroñedo del territorio entre los pobladores de la nueva ciudad, surgieron gran des disensiones y quejas consiguientes, lo que obligó a éste a tras¬ladarse a Popayán, dejando el gobierno a cargo del capitán Isidro de Tapia, uno de los más connotados compañeros de Heredia.
Además de los motivos apuntados, el viaje de Madroñedo tuvo por objeto informar a Belalcázar del estado de la colonia en donde predominaba el elemento cartagenero, lo que constituía un peligro con respecto a las pretensiones del gobernador de Cartagena. Este, puesto en libertad por la audiencia de Panamá, que no se creyó autorizada para resolver sobre las jurisdicciones de estos gobernadores, tan pronto como regresó a Cartagena preparó una nueva expedición, más numerosa que la anterior, y se dirigió a la ciudad de Antioquia, la que recuperó en 1544.
Posesionado de ella sin ninguna dificultad, permaneció aquí más de cuatro meses. Hizo nuevos repartimientos del territorio, llevó acabo varias correrías muy lucrativas, y descubrió el famoso puente de bejucos construido sobre el río Cauca, denominado por los indios Bredunco, en territorio del cacique Norisco. En seguida regresó a Cartagena, dejando por su teniente en Antioquia al capitán Gaspar Gallegos, el mismo que había conducido por el río Magdalena la flota de la expedición de Gonzalo Jiménez de Quesada.
Las comunicaciones entre las ciudades de Antioquia y Cartagena por el camino de Badillo, llegaron a ser frecuentes, y por aquí recibió Heredia la noticia de la próxima venida de un juez de residencia, por cuya razón determinó regresar a Cartagena. Aquí encontró a don Miguel Díez de Armendáriz, nombrado por la corte visitador de las provincias del Nuevo Reino Granada y juez de residencia de los mandatarios del territorio.
Entre sus instrucciones trajo la de señalar los límites entre las gobernaciones de Cartagena y Popayán, que quedó determinado por la serranía de Abibes con lo que cesaron las pretensiones de Heredia sobre el territorio antioqueño.
Como hemos dicho, el gobierno de la ciudad de Antioquia quedó a cargo del capitán Gaspar Gallegos. Cuando esto pasaba, Madroñedo regresó a la ciudad de Antioquia con un cuerpo de soldados y con instrucciones de Belalcázar encaminadas a la defensa del territorio y castigar enérgicamente a los partidarios del gobernador de Cartagena. Sorprendió la ciudad, y después de un ligero combate se adueñó de ella, tomando prisionero a Gallegos, a quien remitió a Belalcázar con algunos de sus capitanes.
Este les recibió en Cartago, donde se hallaba de regreso de la campaña que había emprendido centra los indios de Carrapa y Picará, insurreccionados en el año anterior, lo que dio motivo para ordenar a Miguel López Muñoz que fundase la ciudad de Arma. Precisamente cuando Belalcázar recibía los prisioneros que le enviaba Madroñedo, se preparaba a seguir para popayán en auxilio del virrey del Perú, Blasco Núñez Vela, acosado de cerca por Gonzalo Pizarro. Incorporó a sus fuerzas los prisioneros, y por esta razón el intrépido y valeroso Gaspar Gallegos vino a terminar gloriosamente su vida en el campo de Anaquito, en enero de 1546.
Madroñedo, al recuperar la ciudad y cumplir las instrucciones que le diera Belalcázar, hubo de ejecutar muchos actos que le ocasionaron odiosidades y rencores. Tales fueron: la nueva distribución del territorio y la iniciación de causas contra los partidarios de Heredia. Esto sirvió de motivo para que los colonos se dividieran en dos bandos hostiles entre él, que se denominaron cartageñeros y peruleros, según su origen y simpatías.
Las pasiones, así provocadas y mantenidas con frecuentes altercados y disputas en la reducida sociedad de Antioquia, produjeron su efecto natural en una conspiración que dio en tierra con el gobierno de Madroñedo y puso en su lugar a Isidro de Tapia, jefe de la parcialidad de los cartageneros.
Esta conspiración en favor del gobierno de Cartagena fue de fatales consecuencias para la ciudad, y la clave de la indignación y profundos rencores que guardó el gobernador Belalcázar y que dieron, al fin, tremendo resultado. Madroñedo y sus parciales, entre ellos el capitán Gaspar de Rodas, que más tarde debía figurar noblemente en la historia de la conquista de Antioquía, fueron conducidos presos a Cartagena, y muchos de los primeros pobladores pasaron a establecerse en Arma y Cartago.
En los cuatro años de existencia de la ciudad de Antioquia tuvieron lugar estos acontecimientos:
La noticia de los últimos acontecimientos sorprendió al adelantado Belalcázar cuando se hallaba comprometido en la guerra con los indios paeces y se le requería con urgencia para que llevase sus auxilios al virrey del Perú, Núñez Vela.
Cuando terminó esta campaña, a su regreso a Popayán los desterrados a Cartagena, Madroñedo, Rodas y otros, pudieron informarle de todos los acontecimientos. En esta situación de ánimo tuvo noticia del regreso de Jorge Robledo, de España, como teniente de gobernador de Antioquia, Anserma y Cartago.
Volvamos a tratar de este capitán.
A fines de 1542 o a principios del siguiente año, llegó a España. Provisto de autorizados comprobantes de sus campañas y servicios y ayudado con los testimonios e influencias de varios amigos de importancia que se hallaban en la corte, defendió su causa ante el consejo de Indias y obtuvo la restitución de todos sus bienes y el reconocimiento de sus servicios. Del expediente creado con este objeto se han tomado y publicado las relaciones de sus campañas hechas por él mismo en su manifiesto a la corte, y por Pedro Sarmiento y Juan Bautista Sardella, que sirven de principal fundamento a estos apuntamientos.
Este juicio dio ocasión a la corte para determinar los límites entre las gobernaciones de Cartagena de Indias y Popayán y para intimar al adelantado Heredia que cesara en sus pretensiones sobre el territorio de Antioquia, resoluciones y órdenes que cumplió el visitador don Miguel Díez de Armendáriz.
Con los antecedentes del juicio y su pronto y favorable resultado, determinó Robledo solicitar de la corte el gobierno del territorio por él conquistado y de las ciudades fundadas, y la creación de una nueva provincia segregada de la de Popayán. En las circunstancias en que se hallaba la corle respecto de los acontecimientos que se cumplían en el Perú con la rebelión de Gonzalo Pizarro y la necesidad de mantener grato a Belalcázar como elemento indispensable para sostener las armas reales en esta comarca, ni era posible obtener resultado favorable a sus pretensiones.
Compruébase esto fácilmente con la orden dada a Armendáriz en sus instrucciones, de no tomar residencia a Belalcázar, cuyos servicios eran por entonces indispensables a las armas reales en el Perú. Así, sólo obtuvo Robledo el título de mariscal de Antioquia con algunos privilegios sobre las rentas de las ciudades por él fundadas lo que tuvo lugar a mediados del año de 1544.
En este mismo año se trasladó a Baeza, su tierra natal, y de aquí pasó a Ubeda, donde contrajo matrimonio con doña María, hija de don Juan de Carvajal y de doña Leonor de Mendoza, de las más nobles familias de la comarca; aunque es de suponer que su fortuna no estaría al nivel de su calidad, como sucedía en aquellos tiempos en que América era el tesoro fecundo, que llenaba las arcas del emperador de Alemania y contribuía a dorar los escudos centenarios de la nobleza española.[25] El mariscal Robledo, después de obtener en Valladolid dos escudos de armas, uno para sí y otro para la ciudad de Antioquia, los que le fueron otorgados el 7 de agosto de 1545,[26] emprendió su viaje a América acompañado de su esposa doña María, de doña Leonor, hermana de ésta, de una sobrina de su esposa y de don Diego de Carvajal, su cuñado.
Arribaron a Cartagena a fines del citado año, en compañía de varias damas españolas que pasaban a esta ciudad y al Perú, principiando esa corriente de mujeres que debían, formar la base de la sociedad colonial femenina.
Hallábase a la sazón en esta ciudad de Cartagena don Miguel Díez de Armendáriz, nombrado por la corte visitador de las provincias del Nuevo Reino de Granada y encargado de publicar y hacer cumplir las nuevas leyes expedidas por el consejo de Indias en 1542.
Este visitador tenía facultades para nombrar tenientes o delegados en el campo de sus atribuciones, como lo demuestra el nombramiento de Pedro de Ursúa para ejercer el gobierno en Santafé del Nuevo Reino durante el tiempo de su permanencia en Cartagena.
Armas para Jorge RobledoDon Carlos e Doña Juana, etc. Por cuanto por parte de vos, el Mariscal don Jorge de Robledo, nos ha sido fecha relación que vos, con deseo de nos servir, habrá diez y seis años y más tiempo que pasaste a las nuestras Indias, donde habeis residido con vuestras armas y caballo y a vuestra costa, así en la Nueva España como en las Provincias de Guatimala y Nueva Galicia y el Perú y Tierra Firme, en las cuales dichas provincias os habeis hallado en descubrimientos y poblaciones de algunas ciudades y villas, que en ellas se han poblado; y que habiendo ayudado a poblar la ciudad de Popayán, fuiste proveído por Teniente de Gobernador y Capitán General del Marqués don Francisco Pizarro, Gobernador que fue de la dicha Provincia del Perú, para que fuésedes a descubrir nuevas tierras, donde se acrecentase nuestro Real Patrimonio, e que ansí heciste gente a vuestra costa; e que siguiendo el dicho viaje, poblaste la ciudad de Santa María... en la Provincia de timbra, que se dice Anzerura, y la pacificaste y pusiste a los naturales della debajo del dominio y Corona Real destos reinos; y que de allí pasaste un rio grande y descubristes muchas provincias que hasta entonces no estaban vistas ni descubiertas; e que saliendo de la Provincia de Picara y yendo por una... descubriendo, llegaste a una sierra que se hacia a la una... donde estaba un pueblo muy grande y de mucha gente... que se decía Pozo, el cual daba guerra y conquista a todas lo... y pueblos de la comarca; por amor de la gran fuerza que... tenían los peñoles y albarradas, y que así tenían que matar... dicha provincia de Picara y las demás, y que llegado al... que estaba mucha gente de guerra en escuadrones, y con sus... vistos, les requeristes con las lenguas e intérpretes que llevaba... estoviesen de paz e nos diesen la obediencia, los cuales no habían... hacer, antes salieron de la dicha fuerza a os tirar muchos dardos... deras y otras armas que tenían, e que visto por vos determinastes subir a la dicha fuerza, y tomando la delantera subistes y rompistes la fuerza y albarradas y desbarataste la dicha gente, en el cual dicho rencuentro os hirieron de dos heridas muy peligrosas y os pasaron las armas, y estovistes a peligro de muerte, e que allí prendistes al señor de la dicha provincia de Pozo, que se decía Tirtiraman, por lo cual vino de paz toda la tierra y los caciques, de que Nos fuimos muy servidos; y que por esto descubristes la Provincia de Quimbayá, donde poblastes la ciudad de Cartago, y que de allí pasastes adelante y descubristes las Provincias de Nutave y Brero y Ebíxieo, donde poblastes la ciudad de Antioquia; en lo cual todo pasastes grandes trabajos, hambres y necesidades, como dixistes constaba y parecía por ciertas informaciones que ante Nos, en el nuestro Consejo de las Indias, hecistes presentación, e nos suplicastes que, en remuneración de vuestros servicios y porque de vos y dellos quedase memoria perpetua, vos mándásemos dar por armas un escudo que haya en él tres cuartos: en el primero alto, de la mano derecha, tres torres de plata en campo colorado, en memoria de las tres cibdades que vos plantastes, y en el otro cuarto de la mano izquierda un peñol de su color, con una cerca de oro en lo alto dél, en memoria de la fuerza que vos ganastes a los dichos indios y del rio que estaba al pie de dicho peñol por do vinistes a él, con unas aguas azulas y blancas en campo verde, y en el cuarto bajo, un león rampante de oro en campo azul, en memoria de aquel cacique que prendistes, e por orla ocho murciélagos pardos que tiran a negros, con las bocas abiertas y dientes agudos, en campo de oro, y por timbre un yermo cerrado y por devisa una águila negra real, rapante, abiertas las alas, con sus trascoles y dependencias e follages de oro y azul y colorado, o como la nuestra merced fuese, etc.
Dada en Valladolid, a siete de febrero de mil y quinientos y cuarenta y cinco.
Yo El Príncipe.
(2)
a) Este escudo, que debía conservarse con veneración en la ciudad de Antioquia, fue obsequiado a la Academia Nacional de Historia, en octubre de 1906, por el director del Archivo del departamento. b) Del estudio de estos documentos aparece claro el crédito de que gozaba el mariscal en la corte, cuando pudo obtener los primeros escudos que se otorgaron en la conquista del interior de Colombia; y aparta toda duda respecto del nombre primitivo a la ciudad, que fue Antioquia.
c) Los errores en los nombres de lugares, en las armas del mariscal, provienen de copias sucesivas. Nosotros los tomamos de las primitivas relaciones.
Armas para la Ciudad de AntioquiaDon Carlos e doña Juana por la gracia de Dios Reyes de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalem, de Navarra, de Granada, de Valencia, de Galicia, de Mayorca, de Sevilla, de Córdova, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algecira, de Gibraltar, de las Indias, islas e Tierra firme del mar océano, etc., etc,
Por cuanto Juan Ortiz de Oribe, en nombre del Concejo, Justicia, Regidores, caballeros, escuderos, oficiales e homes buenos de la ciudad de Antiochia, que es en las nuestras Indias, islas e Tierra firme del Mar Océano, nos ha sido informado con verdad que los vecinos della nos han servido con lealtad en lo que se ha ofrecido, como leales vasallos, e nos suplicó que diésemos armas a dicha ciudad, como las que tienen otras ciudades desa tierra e como la mi merced fuese, e nos, acatando lo susodicho, hélos habido por bien; por ende, por la presente hacemos merced, es nuestra voluntad que agora, e de aquí adelante, esa dicha ciudad haya e tenga por sus armas un escudo raso simulado a mantel, dos cuarteles, uno su fondo en oro en alto, y el otro en agua con ondas de plata y azur; en su centro un roble con grueso tronco en sable; a su lado un león rampante en su color, cogido del arbol; al pié laguna y ondas, como ya se dijo; orla de plata con seis murciélagos de sable, en vuelo, abiertas las fauces y listas para chupar. Todo el escudo bordeado de azur, cuyas armas damos a dicha ciudad por su divisa señalada, para que las pueda usar y poner en sus pendones, escudos, sellos, banderas, portadas, iglesias, estandartes y tapices, según e como de la forma e manera que las ponen otras ciudades de nuestros reynos, e por esta nuestra carta encargamos e mandamos a los infantes, perlados, duques, marqueses, condes, ricoshomes, maestres de las órdenes, priores, comendadores, alcaldes de los castillos e casas fuertes, a los nuestros Presidentes, Oidores de las nuestras Audiencias, alguaciles de la nuestra casa y Corthe e todos los escuderos, oficiales de las ciudades, villas y lugares de las dichas nuestras Indias, islas e Tierra firme del mar Océano, ansí a los que agora son, como a los que fueren adelante, e a cada uno e cualquier de ellos en su jurisdicción que sobre ello fueren requeridos, que guarden e cumplan e hagan guardar e cumplir la dicha merced que hacemos a la referida ciudad, para usar y poner tales armas, sin que se le impida de manera alguna, so pena de la nuestra merced e de quinientos mil maravedís para la nuestra Cámara a cada uno que lo contrario hiciere. Dada en la Villa de Valladolid a siete días del mes de febrero de mil quinientos cuarenta y cinco.
- Yo El Rey.- Yo La Reina.
Sellada con el sello de SS. MM. para que conste, e refrendada por el sello del Escribano de Cámara.
- Yo, Alonso Deluyando, Secretario del Despacho Real de S. M., la hice escribir por su mandado.
En virtud de estas facultades, y teniendo conocimiento de lo que acababa de ocurrir en la ciudad de Antioquia con la última rebelión, nombró por su teniente en esta ciudad y las de Cartago y Anserma al mariscal Jorge Robledo. Aún ignoramos cuáles fueron los títulos y facultades que recibiera el mariscal, pero las consecuencias de este nombramiento fueron fatales.
En los archivos del consejo de Indias debe existir la causa seguida al adelantado Belalcázar, y en ella debe estar resuelto el problema.
¿Fué Armendáriz imprudente y ligero? ¿Extralimitó Robledo sus facultades? ¿Desobedeció Belalcázar las órdenes del visitador?
Como dijimos antes, la situación de Antioquia exigía pronto remedio, pues por consecuencia de los tumultos y rebeliones muchos desterrados de esta ciudad solicitaban de Armendáriz protección, que sólo él podía darles.
Y estos desterrados eran precisamente los más leales a Belalcázar, que habían defendido a Madroñedo y, por esto, habían sido privados de sus repartimientos. Vieron en el mariscal, naturalmente, un defensor de sus intereses, y le acompañaron a tomar el gobierno que le confiara el visitador Armendáriz.
El mariscal dejó su esposa y demás parientes en la ciudad de Cartagena y partió para Antioquia, en donde fue recibido con regocijo
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y reconocimiento como teniente gobernador, en junio de 1546.[27]
Antes de relatar la última campaña del mariscal Robledo conviene recordar algunos hechos referentes al adelantado Belalcázar y que se relacionan con estos apuntamientos. En el año de 1544, con motivo de la insurrección de las tribus de Picará, Garrapa y otras, que se habían sustraído a la obediencia de la ciudad de Cartago, el adelantado se trasladó a esta comarca con el fin de someterlas a la obediencia.
En esta campaña ejecutó hechos de inaudita crueldad, que contrastan lastimosamente con la conducta observada por Robledo en todas sus campañas. Aceptó el auxilio de los bárbaros y crueles indios de Pozo, permitiéndoles devorar los prisioneros, con cuyo motivo fue espantosa la carnicería y casi destruidas las tribus de Picará y Garrapa; y mandó cortar las manos a multitud de indios del territorio de los Armados para castigar el hurto de unos cerdos que conducía en su expedición.
Ordenó a Miguel López Muñoz que fundase la ciudad de Santiago de Arma como centro de colonización de las tribus rebeldes, y en seguida regresó a Cartago.
En esta ciudad recibió los prisioneros que le envió de Antioquia su teniente Madroñedo, y desagradables noticias del estado de esta colonia por causa de las pretensiones del gobernador de Cartagena.
Al mismo tiempo recibió comunicaciones del virrey del Perú, Blasco Núñez Vela, requiriendo sus auxilios para resistir al rebelde Gonzalo Pizarro. Algunos historiadores aseguran que recibió también un emisario de Pizarro exigiéndole que diese muerte al virrey.
Con este cúmulo de desagrados y contrariedades se dirigió a Popayán, donde se hallaba el virrey Núñez Vela, y a su paso por Cali halló pliegos de Cartagena de Indias en que el visitador Armendáriz comunicaba su misión y le remitía las Nuevas Leyes para su publicación y cumplimiento, lo que hizo estallar su cólera y lanzar, en medio de sus capitanes, la fórmula tradicional: Se obedece pero no se cumple.
En estas condiciones de ánimo acompañó al virrey hasta Añaquito, donde cayó herido y prisionero de Gonzalo Pizarro, en enero de 1546, y vio sucumbir gloriosamente a sus capitanes Juan de Cabrera y Gaspar Gallegos.
Curado de sus heridas, fue puesto en libertad por Pizarro, quien le exigió que nombrase por su teniente general a Francisco Hernández Girón, cuya influencia fue, más adelante, de fatales consecuencias para Belalcázar.
Poco tiempo después de su regreso a Popayán recibió, por conducto de Sebastián de Avala, noticia de la ocupación de la ciudad de Arma por el mariscal Jorge Robledo con el carácter de teniente gobernador, nombrado por Armendáriz. El mariscal, después de dictar algunas disposiciones de buen gobierno en la ciudad de Antioquia, tomó setenta hombres, nombró por jefes de ellos a Hernán Gutiérrez Altamirano y Hernán Rodríguez de Sousa, y siguió con esta fuerza a tomar posesión de las ciudades adscritas a su gobierno.
Se hallaba en Arma como teniente de Belalcázar Rodrigo de Soria, distinguido capitán que había concurrido a la batalla de Anaquito y había sido el primero que, en 1542, reconociera el nacimiento de los ríos Magdalena y Cauca. Soria y el cabildo de la ciudad se denegaron a reconocer los títulos de Robledo; pero éste usó de la fuerza, redujo a prisión al teniente y a los regidores e hizo guardar la ciudad para que nadie saliese a dar aviso a Belalcázar. Esto no impidió que Sebastián de Ayala burlase la vigilancia y llevase al adelantado el aviso de que ya hemos hecho mención.
De aquí pasó el mariscal a ocupar la ciudad de Cartago, cuyo teniente gobernador era el capitán Pedro López Patino. Tanto este como todos los empleados y demás habitantes le recibieron con la mayor cordialidad; pero, como en Arma, se denegaron a reconocer su autoridad. Mas, bien fuera por el amor y respeto que tenían a su persona, o bien por la amenaza de la fuerza, le entrega¬ron la ciudad, previa la respectiva protesta contra la fuerza y las necesarias reservas para ocurrir al gobernador Belalcázar.
En esta ciudad fue informado de las providencias tomadas por este gobernador contra sus atentados en Arma y de las declaraciones en contra suya, calificándole de desertor y ordenando la confiscación de sus bienes en Anserma, Cartago y Antioquia.
Grande fue la indignación del mariscal al tener conocimiento de esto, y se denegó resueltamente a aceptar la intervención de sus amigos de Cartago para entraren conferencias amistosas con Belalcázar. Inmediatamente se trasladó a Anserma, donde, como en Cartago, usó de la fuerza para vencer la resistencia de las autoridades a reconocerle. De aquí envió al capitán Gómez Hernández, a Pedro de Velasco y al bachiller Diego López en comisión cerca de Belalcázar para comunicarle las órdenes del visitador Armendáriz, los títulos de su cargo de teniente gobernador y la intimación al adelantado de no abandonar la ciudad de Cali, donde debía sufrir el juicio de residencia.
Estos comisionados se encontraron en el camino con los capitanes López Muñoz y. Maldonado, quienes se dirigían a Anserma a tomar noticias de lo que hacia el mariscal, y todos juntos siguieron a Cali, donde se encontraba el adelantado. Este, después de reconvenir severamente a Gómez Hernández por no haber hecho resistencia al mariscal, de lo que aquél se excusó por haber carecido de fuerza para ello, le devolvió a Robledo
con la intimación de que abandonase inmediatamente el territorio de su gobernación, o que se pusiese en defensa. El mariscal, inquieto por la demora en el regreso de los comisionados, temió una sorpresa, y se trasladó a Cartago, donde le halló Gómez Hernández con la intimación de Belalcázar. Recibida ésta, tomó de las cajas del tesoro tres mil castellanos de oro que hizo trasladar a Anserma, y envió a Sebastián de Magaña y Diego Gutiérrez de los Ríos con nuevo mensaje al adelantado protestando las responsabilidades si no se allanaba éste a obedecer las órdenes del visitador Armendáriz. Más Belalcázar contestó en los mismos términos que antes, mandándole que desocupase el territorio.
Nuevos comisionados, oficiosos, de los amigos de ambos jefes, no dieron mejor resultado; pero en una comunicación del adelantado a éstos, en términos más suaves, hablaba de concordia. Algunos historiadores, fundados quizá en una vaga relación del mariscal Gonzalo Jiménez de Quesada, aseveran que entre el adelantado y el mariscal Robledo hubo algún acuerdo pacífico antes de su encuentro, acuerdo que violó el adelantado, por cuyo medio logró engañar al mariscal para sorprenderle.
El cargo es demasiado grave para aceptarlo sin otros comprobantes, y nosotros, en los estudios que sobre este asunto hemos hecho, nada hemos podido hallar que confirme esta aseveración. Quizás si Belalcázar hubiera atendido a los comisionados de Robledo, no hubiera tenido lugar el sangriento drama de Pozo. Pero todas las relaciones que hemos consultado, nos demuestran que las disposiciones del adelantado eran poco favorables a un arreglo pacífico.
El mariscal, por todos estos antecedentes y por las noticias particulares que le comunicaban sus amigos, comprendió que el adelantado avanzaba a su encuentro. Entonces determinó regresar a Antioquia y poner todo lo sucedido en conocimiento del visitador, pues por el número de sus soldados no se consideraba en situación de presentar combate al adelantado. Con este objeto retrocedió desde Cartago y se situó en la loma de Pozo, donde asentó su campamento y quedó aquí en espera de los acontecimientos.
El adelantado Belalcázar, desde que tuvo noticia de los actos ejecutados por el mariscal en Arma, Cartago y Anserma, llamó a su teniente general Francisco Hernández Girón, quien se ocupaba en someter algunas tribus de indios, y le informó de lo ocurrido. En seguida preparó ciento cincuenta hombres y marchó al encuentro del mariscal, cuidando de que éste no fuera informado de su aproximación, a cuyo efecto retuvo en su campo como prisioneros a Magaña, Gutiérrez y otros comisionados que fueron de Cartago a procurar un avenimiento entre ambos jefes.
El mariscal, tomada la resolución de regresar a Antioquia, ocupó, como antes dijimos, la loma de Pozo, lugar casi inexpugnable y de segura defensa contra enemigo superior. Transcurridos algunos días, envió a los distinguidos capitanes
Álvaro de Mendoza, Ruiz Vanegas y Hernán Rodríguez de Sousa, con buenas razones de avenimiento para el adelantado y con auto¬rizaciones para entrar en algún acuerdo, señalándoles para su regreso el término de doce días, a cuyo fin continuaría su marcha para Antioquia.
Cuando éstos hubieron partido, Robledo salió en persona a reconocer el campo, y no hallando nada que le infundiera desconfianza, volvió tranquilo a su campamento a esperar que se cumpliera el término de doce días señalado a los comisionados. Estos, a pocas jornadas, descubrieron el campo del adelantado al entrar éste en territorio de Carrapa; y en lugar de regresar a dar aviso al mariscal, avanzaron con el fin de penetrar las intenciones de aquél.
El adelantado los recibió con afabilidad, y obtuvo noticias del lugar que ocupaba Robledo; pero al entrar en su tienda les hizo poner prisiones, y burlándose del asunto que les llevaba a él, les retuvo en su poder como prisioneros hasta el fin de la campaña.
Entonces el adelantado, de acuerdo con su teniente general precipitó su marcha desde Carrapa, y caminando todo el día y la noche del 1 de octubre, logró sorprender al mariscal, el día siguiente al amanecer, en su campamento; cuando menos lo esperaba éste. La posición inexpugnable que ocupaba, la frondosidad de la selva, las nieblas que al amanecer envuelven las selvosas alturas, y además, la esperanza que alimentaba aún de llegar a un avenimiento, todo esto contribuyó a que el mariscal no guardase su campo con las precauciones que exigía la situación.
Antes del alba el centinela Martín Vesga anunció la presencia de las fuerzas del adelantado, y el mariscal, sin tener tiempo para vestir su armadura, salio de su tienda para reunir sus soldados. Pero ya todo era inútil: las fuerzas de aquél se hallaban dentro de su campo e intimaban la rendición.
Entonces el mariscal se acercó al adelantado y le rindió la lanza que llevaba, Belalcázar le recibió airado, y dirigiéndole rudas y violentas frases, le hizo poner en prisión, así como a todos sus oficiales. Al siguiente día, tres de octubre, reunió un consejo de guerra que presidió su teniente Hernández Girón, el que condenó al mariscal y a sus capitanes Hermán Rodríguez de Sausa, Baltasar de Ledesma y Juan Márquez de Sanabria a la pena de muerte que debían sufrir en garrote vil, y después cortadas sus cabezas.
Fu vano reclamó el mariscal que se le concediesen los honores de su rango para morir como noble, decapitado. Belalcázar, tanto en el juicio como al confirmar y mandar ejecutar la sentencia, obró movido por la ferocidad de un carácter brutal empapada en odio profundo.
Nada, ante la historia, ha podido borrar o tan sólo disculpar su conducta tiránica y cruel en esta fatídica campaña, que echó sobre su memoria espesísima sombra de reprobación que no ha disipado el espectáculo de sus atroces remordimientos, según se dice, al bajar a la tumba, sentenciado a muerte, cinco años después. En la mañana del cinco de octubre se ejecutó la sentencia en el mismo lugar en que seis años antes recibiera mortal herida en la recia batalla contra los indios de Pozo.
Los cadáveres decapitados, fueron sepultados dentro de una casa del cacique, la que en seguida fue incendiada y cubierta con escombros para ocultar este depósito a los indios; precaución inútil, pues que éstos, ocultos en la selva inmediata, observaban cuanto sucedía en el campamento español.
Asi, no bien hubo abandonado Belalcázar este campo maldito, los cadáveres fueron desenterrados y devorados. Sus cráneos, según las costumbres de estos bárbaros, debieron adornar el cercado del cacique Pimaraque y lanzar, al soplo del viento en sus cavidades mustias, tristísimos lamentos en las noches de sus espantosas orgías. Todos los historiadores, con el fin de atenuar la responsabilidad de Belalcázar en esta ejecución, que por mucho que se intentase rodear de fórmulas legales no deja de ser un inicuo asesinato, echan la mayor parte de la culpa al teniente general Francisco Hernández Girón, por sus influencias sobre el adelantado. Nosotros damos también mucha importancia a estas perniciosa influencias.
Hernández Girón había venido a Américs en el año de 1535 con Felipe Gutiérrez al gobierno de Veraguas. Estos dos jefes abandonaron aquí a los compañeros de expedición, que casi todos perecieron de hambre después de llegar en su desesperación a cazar indios para alimentarse, y tomando las únicas embarcaciones que quedaban, pasaron al Perú a servir a Francisco Pizarro.
Acompañó a Lorenzo de Aldana a Popayán en 1539, y fue el conductor del oidor don Juan de Badillo para entregarlo a la audiencia de Panamá. Cuando Andagoya despojó a Aldana del gobierno, regresó con éste al Perú, donde tomó parte muy activa en las guerras civiles que estallaron en esta comarca. Acompañó a Gonzalo Pizarro en la campaña que terminó en Anaquito, y por recomendación de este jefe fue nombrado teniente general de Belalcázar, con quien se halló en la sorpresa de Pozo y ejecución del mariscal Robledo. Poco tiempo después regresó al Perú, donde halló en un patíbulo el castigo de su rebelión contra las autoridades reales en esta provincia.
Las víctimas que recibieron la muerte con el mariscal fueron: Hernán Rodríguez de Sousa, portugués, que había servido a las órdenes del adelantado don Pedro de Heredia en la conquista de la provincia de Cartagena, acompañado al oidor Badillo en su expedición hasta Cali y prestado servicios importantes en todas las campañas del capitán Jorge Robledo. Sus compromisos en la rebelión de Antioquia contra Madroñedo, fueron la causa de su muerte. Los mismos cargos sirvieron de fundamento para la ejecución de Baltasar de Ledesma, quien había servido en la ciudad de Antioquia al adelantado Heredia.
Juan Márquez de Sanabria había servido en el Perú y había asistido a la batalla de Anaquito, donde se distinguió entre los más crueles perseguidores del virrey. Pasó a establecerse en Cartagena, y aquí tomó servicio bajo las órdenes del mariscal Robledo.
Belalcázar, tan pronto como terminó el drama lamentable de Pozo, despachó para la ciudad de Antioquia una fuerza al mando del capitán Francisco Coello, con órdenes tremendas para el castigo de cuantos habían tomado parte en la rebelión contra su teniente Madroñedo; y nombró como teniente gobernador al capitán Gaspar de Rodas.
Este, que había recibido en Antioquia desde la ocupación de esta ciudad por Juan Cabrera y había sido desterrado a Cartagena con Madroñedo por los rebeldes, se anticipó a llegar a aquella ciudad antes que Coello para prevenir a los habitantes contra los castigos que se les esperaba. Todos los que se creyeron amenazados huyeron a la ciudad de Cartagena y llevaron la noticia de la ejecución del mariscal.
El adelantado regresó a Popayán, donde le aguardaban órdenes del licenciado Pedro de la Gasea, pacificador del Perú, para que concurriese a la campaña contra el rebelde Gonzalo Pizarro. En ésta fue el jefe de la caballería en el encuentro de Vaquixaguana y asistió a la ejecución del prestigioso caudillo peruano.
De regreso ya en Popayán, en el mes de abril de 1550, llegó a esta ciudad el licenciado don Francisco Briceño, oidor de la audiencia de Santafé del Nuevo Reino, encargado por la corte de seguir el juicio a Belalcázar por la muerte dada al mariscal Robledo. Inmediatamente tomó el gobierno de la provincia, redujo a prisión al adelantado, y después de un minucioso juicio le condenó a muerte.
El adelantado usó del derecho de que su causa fuese revisada por la corte, y apeló ante ésta de la sentencia. Otorgado el recurso, siguió preso en dirección a España, enfermo y abatido, y murió en Cartagena de Indias el 10 de marzo de 1551, asistido en sus últimos momentos por el obispo Francisco de Santa María Benavides y rodeado de consideraciones y respeto per el adelantado don Pedro de Heredia.
El licenciado Briceño, terminada su misión en Popayán, dejó el gobierno de esta provincia a cargo del capitán Diego Delgado en 1552, y pasó a ocupar su puesto en la audiencia de Santafé.[28]
Así terminó la vida de estos dos ilustres conquistadores, a cuyo valor y heroicos esfuerzos debe la República de Colombia las provincias españolas de Popayán y Antioquia, que más tarde constituyeron los estados federales del Cauca, Antioquia y Tolima.
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