Historia de la Política Común de Seguridad y Defensa
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Este artículo describe la historia de la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) de la Unión Europea (UE), una parte de la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC). El proceso de integración europea en asuntos de la defensa y coordinación militar se remonta a los padres fundadores mismos, cuyo principal afán era entonces redimir la voluntad autodestructiva que Europa había llevado hasta sus últimas consecuencias con la Segunda Guerra Mundial. El gran simbolismo de que se dotó al primer paso sectorial —la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA)— dado en pro de este proyecto resultaba muy significativo, pues el carbón y el acero eran los dos recursos cuyo control —en Alsacia y Lorena, y en menor medida en Luxemburgo—, había exacerbado la rivalidad franco-alemana. El carbón era fuente de energía fundamental para el desarrollo de la industria, en especial cuando el desarrollo y expansión del ferrocarril por Europa, con su trascendencia estratégica y militar, lo requería especialmente; el acero, resistente aleación de hierro y carbono, era un valiosísimo material para la industria militar, que se retroalimentaba precisamente al calor de esta mala vecindad. La CECA buscaba poner bajo una autoridad supranacional la gestión en común de estos dos recursos.[1]
La concepción mayoritaria es que la UE es el resultado de los esfuerzos para gestionar los conflictos pacíficamente tras dos guerras mundiales que devastaron Europa. Estos objetivos de paz, que originariamente inspiraban los discursos de integración europea, han dado paso a una voluntad política más orientada a la competitividad y a hacer de la Unión Europea un polo económico y financiero mundial integrado (de hecho, ya el principal incentivo de la integración fue a través de la CECA).[1] Prueba de las intenciones de estos pioneros europeístas fue la fracasada Comunidad Europea de Defensa (CED), cuyo Tratado constitutivo llegó a ser firmado por todos los gobiernos, pero que no superó la ratificación parlamentaria en la Asamblea Nacional francesa. Tuvo que esperarse al empuje que se le propinó en la Conferencia de Messina para que el proyecto de integración europea volviera a encarrilarse con la firma del Tratado de Roma de 1957 que creó las otras dos Comunidades Europeas: la Económica y la de la Energía Atómica. Una vez más, se veía en esta última la preocupación política existente por los asuntos militares en un continente todavía fragmentado y doliente, donde la irrupción de las nuevas armas basadas en la desintegración atómica podría hacer estragos.
Si bien no sería hasta 1999, con la entrada en vigor del Tratado de Ámsterdam, que en Europa volvería a plantearse abiertamente en los Tratados la articulación de una política común de defensa, lo cierto es que ya la CPE (Cooperación Política Europea) contemplada en el Acta Única y, sobre todo, la perspectiva de la adopción de una Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) con la firma del Tratado de Maastricht, abrieron ya las puertas a los primeros albores de la cooperación militar autónoma a escala europea. Así, en 1992 los ministros de defensa de las entonces Comunidades se reunieron en la ciudad alemana de Petersberg y acordaron la creación de un marco de cooperación militar autónomo de la OTAN, si bien coordinado con esta, para el desarrollo de determinadas misiones de paz o humanitarias en terceros países. Estas operaciones, que en algunos casos y particularmente en los Balcanes mostraron su utilidad, fueron bautizadas con el nombre de aquella localidad como Misiones Petersberg. Con el Tratado de Ámsterdam se dispuso su institucionalización en el marco de una Política Europea de Seguridad y Defensa (PESD).
El nombramiento de Javier Solana como Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad Común del Consejo supuso un cambio notable para la neonata PESD. El empeño personal de Solana por garantizar la paz en la antigua Yugoslavia, azotada por dos guerras civiles que incluyeron un genocidio, y con las que Solana lidió arduamente desde la OTAN, transfirió su influencia sobre la nueva política, con la implicación continuada de los europeos en la posguerra de la región a través de misiones civiles, militares y combinadas, de mantenimiento de la paz y ayuda humanitaria. Las numerosas operaciones y dispositivos combinados que allí desplegó la Unión Europea fue muy vasta, y su continuidad (todavía perviven algunas de estas misiones) inédita.
Las fuertes divergencias entre los Estados miembros por la Guerra de Irak dificultó el desarrollo de la PESD. Se pudo comprobar la inoperancia de la PESC y de la PESD en situaciones susceptibles de enfoques diametralmente opuestos, así como la incapacidad de sus dirigentes para contenerlas. Sin embargo, y si bien discretamente en conflictos o regiones menos publicitados, Europa siguió desplegando sus capacidades operativas en el exterior: así, envió misiones combinadas a la Congo, a Franja de Gaza, Georgia, Guinea-Bissau y Somalia.