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guerra civil entre vascongados y otros españoles en la Bolivia del siglo XVII De Wikipedia, la enciclopedia libre
La guerra entre vicuñas y vascongados fue un conflicto social, político y bélico en el Alto Perú, actual Bolivia, que se extendió entre junio de 1622 y marzo de 1625 y que vio enfrentarse a una serie de grupos de poder o redes clientelares, agrupadas en función de su origen étnico o geográfico. Así, se contaban «los vascos», «los andaluces», «los castellanos», «los extremeños» y otros grupos menos numerosos o menos organizados e influyentes, pero estas denominaciones no designan al conjunto de las poblaciones originarias de cada lugar y residentes en la ciudad del Potosí, sino a redes clientelares y grupos de sicarios formadas en torno a personajes destacados que pugnaban por el control político y económico de la ciudad y sus minas de plata. La banda o facción de los vascos alcanzó poco a poco mayor predominio en Potosí, de modo que las restantes bandas –castellanos, andaluces, extremeños y otras– tuvieron que coaligarse para evitar ser barridas. Los coaligados fueron denominados «los vicuñas» —un término informal con origen en el hábito de vestir sombreros hechos de piel de vicuña—.[1][2]
A principios del siglo XVII ambas facciones, vascos y vicuñas, se enfrentaban por el control de las minas de plata del Cerro Rico de Potosí, Lípez y Chichas.[2] Los vicuñas emplearon en un primer momento medidas legales y políticas para intentar bloquear los esfuerzos vascongados de monopolizar el Cabildo de Potosí y el sector minero, pero éstas resultaron infructuosas. La tensión aumentó dentro del asentamiento y desde 1615 se sucedieron los incidentes violentos, que se intensificaron en 1622 después del asesinato de un vasco en plena calle.[3][4]
Antonio Xeldres dirigía a los vicuñas,[5][6] junto a los que se alinearon en gran medida los criollos, los mestizos y las poblaciones indígenas.[2] Sin embargo, los mismos vicuñas no se encontraban siempre en concordia, y de hecho sufrieron riñas internas entre andaluces por un lado y castellanos y extremeños por otro, provocando que el primer grupo acabase por retirar su apoyo a la rebelión.[1]
La guerra dividió también a los miembros de la administración virreinal, ya que algunos eran partidarios de la hegemonía vascongada mientras otros mantenían un enfoque conciliador respecto a las reivindicaciones de los insurrectos. Las personalidades involucradas en el conflicto incluían al presidente y los oidores de la Real Audiencia de Charcas, los funcionarios de la tesorería, el corregidor de Potosí y el visitador.[1]
Los insurgentes vicuñas habían matado a 64 hombres antes de marzo de 1624, pero no consiguieron resquebrajar el dominio vascongado sobre la villa y las minas. Los dirigentes vascos imploraron la intervención del rey Felipe IV, que ordenó al virrey del Perú Diego Fernández de Córdoba proceder con determinación contra los vicuñas.[4] Entre 1624 y 1625, las autoridades virreinales lograron capturar a varios de los cabecillas más importantes entre los rebeldes, ejecutando a cuarenta de ellos.[1]
La contienda había durado cuatro años, y no concluyó por la victoria decisiva de uno de los bandos, sino más bien por resultado del agotamiento mutuo.[3] En el acuerdo que puso fin a las hostilidades se arregló un matrimonio entre la progenie de dos de los líderes de ambas facciones, el hijo del vasco Francisco Oyanume y la hija del general vicuña Francisco Castillo.[4][5] En abril de 1625 fue emitido un real decreto concediendo el perdón a todos los combatientes vicuñas, exceptuando a los que hubieran cometido delitos de sangre.[4] Algunos vicuñas continuaron las actividades de bandolerismo en los años siguientes, pero ya sin las connotaciones étnicas o políticas que habían tenido durante la guerra contra los vascos.[5] La rivalidad entre ambos bandos proseguiría, sin embargo, durante un siglo más.[2]
El 15 de marzo de 1626, los ingenios de Potosí fueron arrasados por una inundación a gran escala, en un evento que fue interpretado como un castigo divino por las pasadas violencias.[1]
La historiografía contemporánea ha querido enfatizar las contradicciones socioeconómicas como un catalizador del conflicto, enmarcándolo como una lucha de clases.[1]
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